martes, 31 de enero de 2012

2011, you too?: La infancia en fuga



MGV


Coincidieron en Cannes dos películas que abordaban la figura paterna como inoculadora del mal en el hijo o como un Saturno devorador de infancias. Resulta sugerente que compartan tema —aunque con cierto grado abstracción—, precisamente porque sus estéticas y propósitos son radicalmente opuestos. En El árbol de la vida el mal aparecerá bajo la incapacidad de un padre hiperpresente, estricto, cultivado, asfixiante y amante de sus hijos; El niño de la bicicleta en cambio presenta a un padre ausente, esquivo e inmaduro (con perdón por los excesos interpretativos de un servidor, seducido por ambos personajes). El filme norteamericano emplea la música clásica tanto para potenciar algunas emociones íntimas como para apelar a la épica de la Creación o abrirse a una dimensión mística; el francés hace uso de Beethoven en determinados clímax emocionales, pero de un modo disruptivo y seco, subrayando de así la imposibilidad de dicho clímax. En definitiva, el tema sirve a Malick para componer un poema espiritual así como en los Dardenne da lugar a un filme social con cierto tinte intimista.

Los logros de los Dardenne en El niño de la bicicleta (qué manía con restarle matices a la traducción de los títulos) se disparan en varias direcciones. Una de ellas es la verdad que logran insuflar tanto a los diálogos como a los vacíos sobre los que se construyen los personajes. En el caso del protagonista esos vacíos se nos dan bajo la forma de silencios y evasivas que acaban por componer un personaje en fuga. En el caso de los secundarios —la chica y el padre— el vacío se transforma en elipsis que niegan al espectador sus motivaciones, alejando así la película de los excesos psicologicistas tan caros al género.


Otro de los tantos de la película es su expresividad: la agitación con la que la cámara sigue las huidas y tribulaciones del protagonista, el uso del rojo constante para describir a la fierecilla indómita y los muros, los cerrojos y la música estruendosa que rodean al padre, haciendo así de los elementos escenográfico eficaz sustituto de la información psicológica. Y, ya en el último tramo, un travelling que hace pensar en  Truffaut y aquella carrera redentora de Antoine Doinel hacia el mar. El final de los Dardenne no es un final. Es una lección sobre cómo acabar una película.


domingo, 29 de enero de 2012

Hoy se cuece en mí: Yo he visto American horror story (y para qué quiero más).


Carlos Pott

Homeland y American horror story son quizá hoy día las dos series que más hacen por mantener a flote nuestra esperanza. Ambas llevan inscritas en el título el único tema que ha tratado toda obra norteamericana conocida: el hogar, claro. La una, a vista de todos; la otra, de forma, aunque insidiosa, velada.

El hogar de Benedicto; la casa de Dios.

        En esta segunda, el hogar pronto visita su reverso tenebroso: la casa. La casa que no se deja vender, no se deja abandonar y, por supuesto, no se deja habitar. Los personajes todos se encuentran en un estado de parálisis (la muerte, la crisis económica, la crisis matrimonial... en fin, todas ellas formas del miedo) atravesado por violentos accesos de melancolía. Desgraciadamente para ellos, la narrativa desmesurada de la serie no respeta sus tiempos, avanza desacompasada con sus respiraciones alteradas y los hace confluir (y todos acaban por contagiarse del miedo del otro) mediante un desenfreno que solo rinde cuentas con el experimento prohibido que debería ser el sueño húmedo de todo relato: la profusión ilimitada a partir del motivo narrativo mínimo (el miedo, el miedo).

        Lo peor de todo esto, nuevamente, es que la casa no es, a fe, una metáfora, sino una exquisita construcción modernista y la razón de una hipoteca pegajosa con la que se compromete una pareja en descomposición, según una forma de comportamiento muy habitual en el género fantástico (y que yo amo y espero ver siempre): la supervia ilustrada, la mezquindad del comprador que le regatea unos dólares a ultratumba. Por supuesto, el protagonista se dedica al también mezquino, también soberbio, negocio de la psiquiatría que, según la lógica del género, ocupa un espacio inverso o inversamente complementario con respecto a la confirmación (que es siempre entonces una celebración) del género fantástico. O se ven fantasmas porque los hay o se es un psicótico, vaya.

Pioneros en la denuncia de la especulación inmobiliaria.
        En ocasiones, es la resolución (Todorov encontraba en ella la delimitación de cada subgénero fantástico) la que nos descubre las entretelas del relato, acaso con dolorosísimas imposturas (la casa desvencijada que en la mañana revela como chascarrillos costumbristas los signos amenazadores de la noche; relato que configuró Friedrich Hebbel antes que los guionistas de Scooby Doo en festivas variaciones). Yo no he terminado de ver la primera temporada de American horror story (y la acaricio despacio) pero puedo asegurar que la autohumillación a la que se somete el psiquiatra, interpretado por Dylan McDermott, con su cara de pánfilo, en contraste con las miradas agudas de su esposa y su hija, es una buena prueba de que la batalla está declinada: el discurso psiquiátrico, un aburrimiento cósmico, no ganará tampoco esta vez.

        No puedo ya, pues me llaman muy otros deberes, pasar a incidir en las muchas virtudes que adornan American horror story: los diálogos, pulidos y exactos, donde se practican cada vez nuevas obturaciones, donde nada avanza si no cede previamente y se pone en contacto con su otro: la muerte, la vida; su absorción de todas las historias de todos los miedos de Norteamérica (el aborto, la homosexualidad...), Jessica Lange, la voz de Jessica Lange, Jessica Lange acariciando a sus hijos deformes, el peinado de Jessica Lange, los vestidos y la casquería cocinada a fuego lento de Jessica Lange...

Difundan la noticia.


Hoy se cuece en mí

Carlos Pott


Ah, el cine. Hace tiempo que ambos nos hemos olvidado; si bien no veo películas, juraría que mis deudos ya no escuchan mis opiniones sobre las películas que veo. Llevo algunos días (no importa cuáles) pensando que Hold back the dawn, de Mitchell Leisen, es mi película favorita, pero quizá me ciegue el hermoso desplazamiento que ejercieron sobre su título los traductores al español: Si no amaneciera. Me siento, ya ven, como los mejores, según Auden: falto de toda convicción. 
Máscara mortuoria de Jonathan Swift.

Olivia de Havilland, que sigue viva (God knows why).


Y es que no sé todavía qué efecto tendrá sobre mi adhesión a este proyecto el completo aburrimiento que me inspira la escritura.

Y no puedo garantizar, desde luego, si es que llego a volver a ver alguna película algún día, que tendré algo que decir sobre ella. Me siento tan abrumadoramente joven, con tanto tiempo por delante para malgastar, ¡con lo que yo siempre gusté de los ocasos! Espero que pronto, en nuestro videoblog, pueda mostrarles el exacto punto de mi sofá donde me gustaría ya empezar a despedirme, muy prolongadamente, de mis bienes. Y a hacer recuento. De eso se trata también esta sección, de que podamos vivir juntos (ustedes y yo) con el sustento de mis posesiones ya siempre adquiridas y mis diarios arrebatos.

sábado, 28 de enero de 2012

2011, you too?: A Dangerous Method



Carlos Pott

 (Porque toda historia del origen es una historia de violencia, habrán observado que los autores ejercen en estos días el expolio de sus propios archivos. El que esto escribe lo hará siempre -vivir del pasado en que escribía y del pasado en que pensaba-, pues atraviesa tiempos convulsos y tiene el intelecto en ruinas y el alma en pena).

El triunfo de la muerte. Si afinan el ojo, me encontrarán.


El psicoanálisis coresponde a un estadio desarrollado del ímpetu teórico de la sociedad europea (lo propio del siglo XIX) y, a su vez, es un puro desmadre de la praxis: un retablo de las maravillas (lo propio del siglo XX del que aún, a duras penas, nos recuperamos). Un método peligroso no parece querer aclararnos a qué siglo corresponden sus hechuras; es esta una obra que renuncia a enunciar sus temas y opta también por la representación: nada más pudiéramos decir aquí que lo que indique la atención prestada a la particularidad de las caracterizaciones de personajes y conflictos. Transcurre la historia en el tiempo de las epístolas, que aparecen como una forma privilegiada de la creación retórica de las relaciones personales. Con o sin ellas, no hay nada nuevo bajo el sol, porque no hay técnica que una vez revelada sea capaz de modificar sus efectos, pues que no hay técnica que no sepa ya siempre de sí. Pero el psicoanálisis se superpone por sobre esta profusión verbal (esta dispersión de los enunciados que multiplica las promiscuidades) buscando cambiar el sentido de la representación de las relaciones desvelando su funcionamiento interno: su oscura motivación, su motor inmóvil. El poder erótico del psicoanálisis es su capacidad para proponerse como posible referencia de todo drama, opacando con la disposición espacial de la psique y sus movimientos todos los otros espacios de representación. La primera celebración a que nos convoca Un método peligroso es haber adjuntado a su núcleo dramático su perversión, la fuerza de atracción de sus márgenes. La percepción no nos engaña, ni las categorías de los premios: esta no es una película sobre Freud, sino una película en la que, de repente, aparece Freud.
La claridad expositiva de Un método peligroso proviene, así, de su modelo narrativo (uno que pertenece al pasado, donde se tenía acceso a toda la correspondencia) pero, sobre todo, de la forma en que se relaciona con sus representaciones: mecanizándolas, dejando caer, junto a la decepción que conlleva toda revelación, los obvios, primitivos sentidos. Se diría que la película rechaza todo misterio y que sus tentativas de reencontrarlo en otro umbral (el lugar más propicio para la aparición) o en otra fricción entre lenguajes (ya no solo la del sujeto y el objeto del discurso clínico o la del actor y el director de escena) son infructuosas, porque la disposición de la representación psicoanalítica nunca encuentra el escenario vacío, la huelga de los actores o la no vinculación significante de los fantasmas. La aparición de la soberanía intelectual de Freud como cuerpo ajeno al conflicto dramático (no hay tal cosa como un triángulo amoroso, él solo va hasta allí para tomar pacientes) impone la luminosa terquedad de sus estructuras, frente a las cuales todo es signo en lamentable desnudez (a Jung y, por descontado, a los espectadores, se nos empieza a caer el alma a los pies).

Aquí Jung (no me pidan sutilezas).

Su coqueteo con el misterio es, pues un fracaso. Sin ayuda, Jung expone su cuadro clínico. La película nunca amaga, en verdad, con decir lo impensado o pronunciar lo imposible (con negar la psicología, esa obviedad); Jung asiste a la irrefutable representación de sus conflictos: la escisión entre el cuerpo y la mente se torna violenta, o la oposición entre la interioridad y la exterioridad (en sus muchas formas. Por ejemplo, la exterioridad funcional: el adulterio, y la interioridad funcional: la vagina de casa), aunque los figurines se fingen sorprendidos. Jung casi no se mueve: atiende. Incluso demasiado, porque ¿quién le manda pararse a escuchar a Otto Gross?, ¿por qué permite, de tan perplejo y expectante, que la película, llegada a un punto, haga un eslogan de sí, visite su propia banalidad? La aparición de este mensajero de la insatisfacción, mesías de la liberación pulsional, sería un grave error estructural si Jung y Fassbender no fueran capaces de anularla pensando a cada instante en otra cosa. Y si no fuera porque la película es en todo momento (y también) su propia banalidad.
Quizá hayamos perdido la costumbre de asistir tan solo al ejercicio dramático, pero se nos pide aquí (yo les pido) que vivamos de los diálogos (anunciados, tan pocos), entre Sabina y Jung y entre Jung y Freud; de un lado la puesta en práctica, del siguiente su parálisis. La película dispone, sitúa, dice querer volver a empezar una vez más y difícilmente, a estas alturas, acciona (es, en rigor, una histérica). La evidencia de la doctrina de Freud no es apodíctica, sino que está signada por la potencia tiránica de su capacidad de persuasión: no ve más, sino mejor que nadie, con la suficiente nitidez para iniciar en la contemplación a sus acólitos, sean quienes fueren (Freud era un gnóstico, claro, y una bacante). Jung, como el soldado en la batalla, calla tanto porque empieza a acompasar sus movimientos con la visión de sus movimientos; mientras Freud, que siempre corre más que la fuerza disgregadora de su inteligencia, le deja rebozarse en la bajeza, o humanidad, de su neurosis.


Dicho todo esto, quizá se haga evidente por qué hay quien ha hablado de su frialdad o inefectividad en cuanto drama. En primer lugar, porque su representación y sus conflictos son especulativos; en segundo, porque Un método peligroso es una comedia. Presentada la disfunción (la más vulgar, la más idiota, la de usted mismo: la no coincidencia de la realidad y el deseo), el maestro y figura tutelar la desestima, el conflicto queda desplazado, revelado a vista de pájaro en todas sus (pocas) aristas: y lo que queda relegado como misterio, el impulso primero (la libido), es un secreto a voces. Eso ya es, de por sí, bastante gracioso.
La única diferencia entre la comedia y el drama es que la disfunción a lo largo del segundo se enfrenta a la rápida aparición y desaparición de disfunciones en la primera: cuando Freud empieza a observar, el drama de Jung tiende hacia el sketch. Un método peligroso, cuyo título esconde el aroma de lo disparatado, es una comedia por dos razones: porque se nos recuerda que la armonía no es más que un efecto de superficie (en eso basaron todo su potencial cómico Quevedo, Swift y Voltaire: el desorden liberado, la escatología en sus muchos grados: un señor muy estirado golpea en las nalgas a una señora en corsé) y después, más sencillamente, por venir henchida de chistes que explotan el desajuste entre la expectativa y la aparición (la letra de más o de menos, las respuestas descreídas de Freud ante la pasión de Jung...) o el fracaso operativo de un lenguaje científico (el médico en Flaubert, no olviden). Un método peligroso es feroz a la hora de empequeñecer (o humanizar, lo mismo da) a Jung: es despiadado el plano en que, desde el techo del despacho de Freud, se espera el segundo chasquear de un viejo mueble. Y sin querer hacer sangre, se podría recordar cuántas veces vemos a Jung en la cama, y que Freud siempre parece que lleve despierto dos días; que es el cocainómano que todos querríamos ser, y Jung apenas alguien a quien esporádicamente se le va la mano con la bebida.

Indice bourgeois et charme certain.

Se empieza a entender el porqué del dibujo caricaturesco que se hace de Freud (las réplicas farfulladas, la interpretación desabrida, los puros ladeados...). Impasible hasta el ridículo, detenta la ambivalencia de las figuras divinas pre-cristianas: el uso caprichoso del conocimiento absoluto que tiene de sus criaturas, el frívolo humorismo de la crueldad, la felicidad que nunca parece dispuesto a compartir. Claro que esta condición suya no oculta, sino que subraya, la crudeza de su visión del mundo: un ligero pesimismo que, si se conoce algo su obra, se sabrá que reside en el doble filo de la sublimación/represión con el que lamenta la sociedad toda a la vez que asiente ante ella, la confirma. Ya se sabe que el psicoanálisis engrasa el conflicto y que nunca hace ningún esfuerzo por superarlo (purifica la moralidad del pecado original para mantener su estructura): reordenar las apariciones, hacer más compleja la vida de la psique... en fin, la preocupación de Freud es, como la de todo gran creador, poder vivir en paz entre sus creaciones (o más bien, frente a sus creaciones). No hay otros mundos ni hay otros sueños, pero siempre puede haber más mundos en este y más sueños aún no magreados.
Al lector de Freud le está reservada una revelación estremecedora que se hace carne cuando descubre que la descripción de la neurosis coincide con la descripción de la dialéctica esencial de la conciencia: la relación del yo y el super-yo. Todos menos Freud (y quien esto escribe, cabría decir), son unos neuróticos. El levantamiento sardónico de Freud, amparado en esta cínica consideración que tiene de los otros, es el único tema también de esta película, el más sustanciado. Quizá alguno de ustedes llegue a reconocerlo: se trata de la severidad moral y la alegría incontenible de la aristocracia intelectual o, en su defecto, del díos judío.

Y al final, Jung se preguntará con nosotros a qué siglo hemos asistido en la hora y media anterior. Parecería estar pensando lo que hoy también nos concierne: ¿cuántos años, acabado ya el siglo que antecede, hay que esperar para reconocer los signos del próximo? La práctica, la experiencia clínica, ya ha empezado a arrasar las construcciones intelectuales del siglo XIX como la práctica bélica y los comunistas arrasarán sus construcciones políticas; en un último momento de debilidad (la cámara le observa con una expectación verdaderamente emocionante) advierte el meollo de su opereta: sus pasos cada vez más armonizados con la arquitectura teórica que, según la película (doctrinalmente injusta, pero tan chispeante...), él ha desviado para salvaguardar su identidad amorosa. En esa silla vive con la intensidad de un individuo lo que Freud despreciara como la mera vulgaridad de la individualización: un proceso único cada vez, pero que se repite con simétrico aburrimiento. Es la última jugarreta del destino contra quien no cejara en demostrar que la psique se asentaba en principios y simbologías compartidas: vivir las cosas como si se fuera el primero. Por si fuera poco, la Historia se avecina en magnitud desproporcionada. La resolución es algo más que brillante (es, nuevamente, de una comicidad secreta y arrebatadora): Jung, de pronto, ha vivido un amor, parece a punto de superar el mutismo de su prolongada adolescencia (casi se diría que va a volver a ser freudiano en diez minutos). Intenso, quieto, peinadísimo, parece que ya no ve más que hacia adentro, despide a Sabina Spielrein y Freud se carcajea al otro lado. Después de tanto lío, delante precisamente de quienes han visto el teatrillo del dormitorio, se le escapa la sublimación de su amor adúltero y un coche de caballos que juraríamos victoriano (y que es austriaco) se aleja, desgarradoramente, hacia otra película (supongo).

2011, you too?: The Artist vs. Drive

MGV

The artist es una película que roba a los pobres para dárselo a los ricos. Considero aquí al género mudo como el hermano pobre del cine por el recelo con que lo mira el gran público. El aura de buenismo, el valor nostálgico y su poderosa iconografía –especialmente la de Chaplin- son los pocos activos que conserva, aunque su rentabilidad se explote más desde el merchandising que desde los campo propiamente cinematográficos. Y por esa puerta entre la película. The Artistacosada por su deshidratación narrativa, se aprovecha sin remordimientos de esas últimas posesiones —no la plasticidad del slapstick, no la geometría de su humor, no sus hallazgos expresivos— para dárselo al hermano rico. The Artist le pone al mainstream un antifaz de cinefilia.
El cine mudo recicló una constricción técnica en un surtido de posibilidades creativas a las que Hazanavicius resulta inmune. El director, en un alarde de literalidad, ha considerado que lo único que constituye al género es que en él los personajes no hablan, lo cual equivaldría a querer hacer un drama romántico filmando una operación de corazón. El problema no es que se haya copiado la epidermis del género, sino que ese sea el único trabajo que la película hace, convirtiéndose, claro, en una vacuidad kitsch. Y habrá quienes hablen de una chica autoabrazándose a través de un abrigo, o de unos pies bailando claqué bajo un panel. Pero de poco más podrán hablar, pues esos son los únicos destellos de creatividad de la película. Luego el director se sienta en su sofá y deja que el filme se desarrolle por inercia.
Por convención, es aceptable que el ascenso meteórico de una actriz se nos cuente con una cascada de portadas de periódico, lo que ya no lo es tanto, es que si un actor derrocha dinero se nos cuente con una cascada de cheques y que si luego, ese mismo actor se obsesiona con el cine sonoro, se una cascada de bocas la que nos lo cuente
Lo peor es que el único que se creyó que la cosa iba en serio es el pobre John Goodman, pero poco puede él contra la autocomplacencia del conjunto.

Dime que yo

Por otro lado está Drive que es, también, un juego con los géneros. La primera diferencia es que donde The Artist calca formas, Drive reescribe códigos. Justo cuando los espectadores más recelosos podrían estar a punto de bajarse del carro, Winding Refn incluye una cita a Grease –esa especie de cauce seco del río que recorren en coche—, avisándonos del carácter autorreflexivo de su indagación sobre el discurso de las chupas brillantes y los macarras edulcorados. Solo así puede entenderse la escena del lago o la del niño y el palillo sin escandalizarse. Lo que Drive hace es una arqueología del héroe, de sus usos, sus formas y, sobre todo,  de nuestra dependencia.  La segunda diferencia pues, es que donde The Artist dice, te gusta el cine mudo, tú si que molas, Drive dice, le necesitas, él sí que mola.
La escena del ascensor, en este sentido, es definitiva. Se adultera arbitrariamente la iluminación, se dilata el tiempo y el espacio hasta lo inverosímil y se nos muestran consecutivamente una escena de ultraamor y otra de ultraviolencia: el poder de para embelesar del héroe y, acto seguido, sus excesos y su inmoralidad. Carey Mulligan, estupefacta, nada tiene que reprochar. Como nada tienen que decir tampoco los nosecuantísimos millones de habitantes de Los Ángeles si a ese guaperas rubio le apetece pasearse con la chupa manchada de sangre por toda la ciudad. La película construye un modelo de seducción que no busca felicitarse a sí mismo, sino que apunta, en última instancia, a la fe que despierta a su alrededor, a nuestra necesidad de creer —tontamente— en los superhéroes de masas para purga de las frustraciones y delegar responsabilidades.
Drive  no se relaciona con sus antepasados solamente a través de unos títulos de crédito rosa y una música pegadiza; cada uno de sus actores secundarios lleva a sus espaldas una tradición de arquetipos: el malo-embrutecido-con-cara-ogro, el malo-elegante-y- perspicaz, el maestro-venido-a-menos-y-cojo, la chica-risueña-y-luchadora, la pelirroja-femme-fatale, etc.

Dime que él
Se trata de dos películas metacinematográficas que apuestan antes por su relación con la los géneros y por el principio de placer antes que por el principio de realidad. La tercera diferencia y última diferencia es que una apuesta huele a condescendencia y cartón piedra y la otra a luces de neón, es decir, promesas de juerga y espectáculo para luego acabar borracho y solo en la barra del bar.

viernes, 27 de enero de 2012

2011, you too?


¡Cómo está la vida!
En 2011 nos pasaron (otra vez) muchas cosas definitivas: muchos (de entre los pocos) amigos han sido dejados atrás por su inclinación por algunas películas (The artist) o su incomprensión de otras (Drive). No tanto por la inclinación, quizá, como por su impertinente celebración pública. Enemistades hoy que podrán acaso ser invertidas (no podrán, no) cuando otro año más (¡bendito el calendario que subsecciona el espíritu!) todo nuestro sistema de valores se vea modificado para poder dar cabida a aquello que mientras despreciábamos, ya estábamos aprendiendo a amar (¡la publicidad editorial en La piel que habito!).

Porque la severidad moral es el único camino hacia el amor.

Por eso abrimos esta sección en la que nos lamentamos, ay, de la fugacidad del tiempo, de la incertidumbre a la que nos somete este estado febril y continuado de aprendizaje sentimental.