sábado, 28 de abril de 2012

Thérèse philosophe (c'est moi)


Carlos Pott

Para Theodor W. Adorno, que cambió mi vida in so many ways.

Les diré que he estado próximo a abandonar el blog, y que no sé cuántas más veces podré recuperarme de periodos febriles como este. Y no es justificación menor el que no sea capaz de asistir santamente (con dolor y ascesis) al compromiso que quedó establecido (ustedes no se enteraron de aquello) y a cuya observancia me debo y creo que merecen (aun en su indiferencia y su torpeza). Me abochorna cómo la irrupción en mi vida de deberes ajenos ha arrasado con la costumbre impuesta y ha llegado a pervertir mi entereza.

Pero no valen estas excusas: siempre me he sentido muy limitado para toda disciplina que tuviera por fin la producción. A mí siempre me ha parecido que la rentabilidad era una expropiación de las funciones del trabajo, que tenían que ser, necesariamente, intransferibles (acaso clandestinas). Nunca he podido establecer ninguna regla de escritura, ni horaria, ni sintáctica, ni gestual (yo, que tengo maniere para casi todos los acontecimientos que preveo: tan pocos); lo cual contrasta con mis innúmeras reglas de lectura que, si bien llegan a dibujar la faz de una anarquía, sustentan un orden férreo (y, claro, intransferible, acaso clandestino), y cuya soberanía, junto a mi incapacidad reciente para ejercerla, es lo que me ha conducido a este estado de excepción (que incluye este blog). En fin, decía, que apenas sé escribir; quiero decir, sobre todo, que me duele y es extraño y que no basta con que quiera escribir o necesite hacerlo para que pueda hacerlo. Pero también, digo, que no sé articular un texto escrito: jamás lo que me leen proviene de un proceso de síntesis, sino de una progresiva hinchazón con la que resuelvo estancamientos (o embelecos). 

No puedo, por tanto, hacerles partícipes de unos procesos intelectuales que ya no existen; vagamente conservo algunas ideas sobre Beckett y sobre Platón y, de manera inédita, necesito ver películas para hablar de ellas, prueba definitiva de mi pobreza espiritual. Es también el precio de aquello de lo que siempre me enorgulleciera, revirtiéndose en infortunio: de no sostener ninguna idea sobre el cine (porque no creo que aún exista). Así que hoy siento que no podía haber un asunto que me fuera más lejano (la aeronáutica, tal vez) para iniciar un blog (cuanto más para mantenerlo) que este del cine, o este del cine, al menos, en forma tan vanidosa.

Si hoy vuelvo es porque el otro día vi una película (La pianiste, de Michael Haneke, que emitieron en La2) y porque volviéndola a ver (y eso que yo me había propuesto acostarme muy temprano) se me vinieron a las mientes reflexiones que, además de cerrar algunos temas iniciados en mi anterior post (Nicole Kidman, santa), inciden sobre un asunto que mucho tiene que ver con esta dificultad que les digo, les decía, que me atenaza: mi relación con lo real, espacio tiránico y artificioso, constructo débil pero pregnante (machacón, grosero, ajeno a toda sutileza). 

Les contaré que hasta entonces yo había sido un espectador sereno y reflexivo de la película, pero que el lunes rompí a llorar desconsolado durante su escena central: aquella en la que la profesora de piano es humillada por su amante, pero no en la forma sadomasoquista en que ella desea (él le dice que no podría tocarla ni con un guante), sino a razón de su deseo, cuya revelación, precisamente, llama a esta humillación. ¿Me explico?

La escena es esencial porque sirve de ejemplo para el que es el tema primero de la película: la relación del imaginario individual con la realidad. Es lo que se pone en juego en la exposición epistolar del desmadrado erotismo de Erika que tiene lugar entonces, pero también antes en sus exquisitas observaciones como profesora, en las que, por ejemplo, vincula la fealdad de Schubert a la anarquía reinante en los tempi de sus sonatas. Curiosamente, había leído yo en el periódico de la mañana, que el drama de la protagonista revelaba no sé qué aspectos de una sociedad enferma. Supongo que al escriba en cuestión le fue imposible aceptar el peso de una individualidad (tanto más verdad que la del escriba mismo) capaz de poner en jaque al mundo, de revocar la realidad toda. Si probáramos aquí (si lo probara Manuel, que tiene peor gusto) a establecer conexiones entre las películas y las lógicas de lo real, acabaríamos por ofrecer desmontada e inútil la estructura interna de los relatos, más en este caso en que el relato habla de esta resistencia, o de esa incomunicación. Un comentario (este) sirve, en cuanto apéndice cultural, para configurar realidad, mientras que un relato (digno) sirve para suspenderla. Así, por aquel lado, el amor del alumno; así, por el de acullá, el deseo de la maestra.

Digamos incluso que esta es la relación de todas las películas de Haneke con su exterioridad. Si bien los nexos pueden estar apuntados, las cerrazones se mantienen sólidas, y la relación es de oposición (o de agresión: la de Funny games; película que, definitivamente, supera el marxismo). Aunque quizá esto, la imposibilidad de las películas de Haneke de servir como imitaciones de la textura de lo real o de detentar cualquier valor simbólico, no sea tan cierto en la que es, seguramente, su peor película, la cansina y perfumada Das weisse Band, pero es una tensión (un amago y su suspensión, una relación histérica), que compone el alma de sus dos obras mayores: La pianiste y Caché

Lo diré en una forma más personal: yo apenas podría soportar que La pianiste fuera una película sobre la represión y sus estragos; que se mostrara algún vínculo causal (en alguna fórmula, movimiento de cámara o giro de guion) entre la represión del personaje (los modos en que esta represión ha sido ejercida sobre su cuerpo y se muestra en su apostura) y su imaginación sexual. He aquí que lo niego, y no encuentro evidencias que lo sustenten.

La psique amenaza a toda hora con su irrealidad (en primer término, amenaza a la psicología), y no por su arbitrariedad, sino por su capacidad (misteriosa) para sostener una lógica estricta pero que es, en cuanto imaginante (o delirante), inasimilable por el mundo de lo real. Lo que no podemos saber es si el delirio responde al absurdo y el caos, o es una intensificación deformante (en ocasiones irónica, en ocasiones contestataria, en ocasiones completamente independiente) de los atributos que se consideran propios de la racionalidad, y que llevaría a sus últimas consecuencias: la evidencia, el orden, la verdad, la capacidad de demostración (sí podemos llegar a entender que en el origen de algunos delirios -los neuróticos- se encuentra la imagen utópica de la racionalidad en cuanto falso reflejo de lo real, y que estos son imitativos). Por eso es tan amenazador. 

Ya decíamos, no hay nada más intolerable que la potencia indeterminada e injustificable de un imaginario. Y entiendo que un imaginario es aquello que no tiene más legitimidad que la que él mismo se asigna: el marxismo, el freudismo, el amor compartido…, que en ocasiones tiene capacidad de seducción suficiente para hacer desear al mundo la aprehensión de su estructura ideológica. La reacción idiota del amante es canónica: el espanto. Este, el alumno estúpidamente jovial, despierta mi repugnancia (¡pero es él quien se concede la merced de despreciar!) con su egoísmo donjuanesco y la imprudencia de su amor, que contrasta groseramente con las exactas e inmemoriales mediciones que ha tomado la profesora (no son solo suyas, son de todos los deseantes excluidos) hasta que se ha decidido a confesar los modos de su imaginación erótica. Ante la enunciación de lo imposible, no queda, en el mejor de los casos, otra opción que callar, pero ese ser fatuo, de tibia y adocenada belleza, opta por la indignación (la furia de los imbéciles, que ignoran la humildad de la rabia y el odio). Lo demás es historia conocida.

El acto de comunicación abre en el centro de la alfombrita, donde ella se recuesta con una delicadeza insoportable, el abismo de un apocalipsis. Sabemos entonces que si Dios lleva tanto tiempo callado es porque dispone el fin para un futuro casi inmediato, y que, mientras tanto, lo imagina. Digamos que la profesora de piano se explicó demasiado y demasiado pronto y ante un indigno pelagatos (¿si no podía entender a Schubert, cómo iba a entenderte a ti, Erika?), aunque intuimos que cualquier momento hubiera sido prematuro. Al fin y al cabo, su psique se muestra infranqueable, como es prueba el que solo pueda manifestarse en sus facultades extremas (aquellas que sirven para obstruir la relación con la realidad) que, en ese momento, al buscar posibles satisfacciones en el mundo, se auto-enajenan y conducen a un nuevo tipo de delirio. Pero ¿alguien cree que esas satisfacciones propuestas, comunicadas en la forma banal de un manual de sadomasoquismo, conducen más allá de su propia reproducción insidiosa? No hace falta que se diga, pero si el martirio y la auto-lesión erótica son lo propiamente masoquista, la composición indestructible del deseo (y la fatiga a la que conduce) es lo propiamente, ya no sádico, sino sadiano

Y además, quizá tampoco el personaje sea exactamente heroico: el defecto principal de Erika es el ímpetu de su deseo mezclado con una cierta falta de creatividad que la lleva a someterse, para superar su mudez, a las superficies visuales (tan cutres) del porno y el bondage. También participa en la escena esta tristeza: que, a pesar de su fuerza ciega y su capacidad de destrucción, el imaginario de Erika sea tan aburrido y estéticamente poor. Pero la culpa es de la realidad, que destroza todo lo bello.

viernes, 20 de abril de 2012

Cómo vivir juntos: Dolor

MGV

Para Nacho, en respuesta a su compañía, en pago a su desaire.

(Para lo correcta comprensión de lo que sigue véase el comentario de Nacho a «Esas no volverán: Hugo o el insomnio».)
Pocos días alegres tan alegres en la vida de una persona como aquellos en los que uno inaugura una sección de blog, incluso cuando es una sección temeraria, destinada exclusivamente a que los lectores, motor y sentido de esta fanfarria, puedan pedir a Pundonor y recato los post que se les antojen.
Entiendo (entiendan) que no se hablará aquí del cine como vicio recreativo solitario, sino en tanto que ceremonia estética, y toda comunión, entiendo (concedan), esconde una rivalidad entre sus partes que hace precisas, para referir el encuentro entre espectador y obra,  la metáfora de la rivalidad y la dialéctica victoria-derrota.
Y esa dialéctica será adecuada, esto es, productiva, siempre que no perdamos de vista que al cine se va solo a perder (en primer lugar, el dinero). Por supuesto, es legítimo ir a la sala y salir de allí reconfortados de nuestros pesares, vigorizados en nuestro impulsos, aliviados de nuestras dudas o, incluso, realizados en nuestras pretensiones, siempre y cuando el espectador tenga claro que entonces habrá sido, no ya derrotado, sino ninguneado por el cine.


 Legitimidad, a quién le importa lo que tú digas.
Viles consejeros son los que nos llevan en esos casos hasta la película. Por ejemplo, la voluntad de comprender. Comprender es la síntesis noble de dos impulsos criminales: simplificar y poseer. Desconfiemos del cándido que, en realidad, no, cariño, yo solo te lo pregunto porque quiero comprenderte. Es el diablo camuflado y lo que quiere es tu alma.
Y esto sirve al cine pero sirve, como el ejemplo lo pretende, a todo lo demás. Traigo aquí las acusaciones que en tantos foros recibió Pundonor y recato de ininteligibilidad (unos post más que otros, digamos). Lo sorprendente no es que un lector entienda o no un post, cosa que al fin y al cabo depende de múltiples variables, sino la rabia con que ese lector se siente atacado por la opacidad. ¿Por qué ese mismo lector en la sala de cine, cuando algo escapa a su control, se ofende y sentencia que el director en cuestión es un pelanas modernillo y su película  una tomadura de pelo? Pues posiblemente porque se ha sentido agredido en uno de sus más íntimos derechos: el derecho a la propiedad privada.

-¿Entonces te gustó la película?
-¡Era real como la vida misma!
Pero el mal absoluto no está en la comprensión; a fin de cuentas esta no es más que el paso previo a la necesidad de identificación, la verdadera villana de esta historia.  Es por ella que la obra deberá renunciar a su discurso en virtud del del espectador, que exige convertir lo que sucede en la pantalla en caja de resonancia de sus desventuras cotidianas (porque con su vida no le basta, digo yo). Y al resto que le zurzan. Una sentencia late en el subconsciente de ese espectador: los nueve euros de la entrada me dan derecho a comprar el alma de la película.

¿Y no os habéis preguntado por qué siempre
se hace una pelotilla en el ombligo?
El paso último e hipertrofiado de este impulso sería convertir el cine en una prolongación del  género por excelencia más proclive a la identificación: el monólogo cómico.
El diseño sería a las artes plásticas lo que el monólogo a a las formas narrativas.
Estos dos discursos conllevan la exigencia de reducir a cero sus fuerzas de resistencia. Son todo asimilación. Justamente lo contrario que el cine, el arte y, en la medida de sus posibilidades, Pundonor y recato. Decía mi estimado señor Pauls que sólo hay un asunto que debería obsesionaros y es cómo ser contemporáneos. Para ello, dice haber encontrado tan solo una solución: volverse decididamente anacrónico (y, por favor, no vean aquí una boutade).

Si el National Geographic fuera así en la siesta soñaríamos
con Dios.
En esas resistencias se cifra precisamente el dolor de la experiencia estética y la clave de este post. Aquel 2011 nos brindó un buen puñado de ellas: la escena del tigre en La piel que habito; la secuencia, bautizada por los apóstatas como National Geographic, de El árbol de la vida, la felicidad militante de Le havre o la primera mitad de Melancholia (escojo estos elementos de cada uno porque entiendo que hay consenso en que todo lo demás en ellas es indiscutible). Algunos espectadores se revuelven e intentan evitar su inexorable derrota: Almodóvar no sabe dirigir actores, Malick nos quiere dar gato por liebre, Kaurismaki se ha vendido a la lisergia, l’enfant terrible ya no sabe ser original y empieza a repetirse. Estas son las tentaciones anestesiantes que nos acosan en semejantes disyuntivas, los atajos para evitar el conflicto, y es ahí donde debemos afrontar que al cine, si es que vamos con honestidad, acudimos para despojarnos de la última certeza, para impugnar nuestras afinidades, para desembarazarnos de nuestros gustos, ya obsoletos desde la última vez que entramos a una sala. Pero claro, toda renuncia es sufrida y es ahí donde aparece el dolor.
¿Debemos deshacernos pues de nuestro juicio para la experiencia estética? Jamais.  Si hay que condenar el insensato acento brasileño de Roberto Álamo, hágase; si hay que reprobar a Von Trier por esa boda interminable, así sea; pero no sin antes habernos cuestionado nuestras creencias estéticas, renunciando a nosotros mismo si fuera necesario. Enajenémonos. Suspendamos el gusto y difiramos el criterio.

"El pensamiento debe ser duro de cabeza y
ligero de pies" (E. Trías).
¿Cómo? ¿Qué actitud tomar entonces en el camino que separa el hogar de la sala?
Para responder a esto, amigo Nacho, permíteme que parafrasee a aquel rector, luego ministro, de tobillos estrechos: al cine —y digo al museo y digo a Pundonor y recato—, se viene llorado de casa.

Y cito a un amigo que citaba a Maupassant: mon cher, le bonheur, n’est pas gai.

sábado, 14 de abril de 2012

Nicole Kidman, santa.


Carlos Pott

¿Qué es amarme?



Y escúchenme bien: quiero ser amado, pero no me importa quién sea el sujeto de ese amor, sino tan solo lo que constituye (las causas, las maneras) el amor por mí. Atrévanse, cuantas más personas de entre ustedes (y de entre los por descubrir) me amen, más reduciremos el margen de error, y estaremos más próximos a determinar objetivamente el sentido del amor hacia mí, ese del que ya tan poco queda.

Yo, que no puedo amarme con la ingenuidad y la pasión de ustedes, trabajaré para afinar la idealidad de otros amores. Hoy, por ejemplo, uno que ha sido sometido en los últimos tiempos a muy duras pruebas: el amor por Nicole Kidman.

Dicho en simetría: ¿qué es amar a Nicole Kidman? (pregunta deseada que aún no es maś que esto: ¿qué soy yo amando a Nicole Kidman?).



Empecemos por el principio: Eyes wide shut. No es que antes no hubiera mostrado sus dotes (no es difícil pensar que To die for [Gus Van Sant, 1995] hubiera sido una película distinta y, en casi cualquier caso, peor, de no haberla protagonizado ella), pero solo entonces su figura espigada y excelsa se transforma en el soporte de un deseo opaco e indeterminado, y su rostro, que habrá de pasar todavía por las conocidas peripecias quirúrgicas, adopta la provocación de una sexualidad desublimada e inestable. 

 
Y una monja.

El origen es, sí, Eyes wide shut y su final, con aquellas líneas resonantes en que Nicole le dice a un Tom más guapo que un San Luis que lo que toca ahora es follar. El “fuck” con el que se cierra la película es bien raro con respecto al cuerpo sinuoso de ese monumento numínico (y eleusino) que es la película de Kubrick, y en él entendemos, teniendo que ignorar la avaricia de la representación, que nadie ha follado todavía. La película quizá sea freudiana (se verá otro día), pero nunca, en cualquier caso, por juguetear con sentidos psicoanalíticos, como sí hace el muy inferior relato de Arthur Schnitzler en que se basa.

Lo que se muestra en ella es que el deseo, para sostenerse, precisa de una retórica (el erotismo) que llega a suspender (a impedir) sus supuestos fines (porque es una forma de desatención del acontecimiento). Este podría ser uno de los temas de Eyes wide shut, si poner en relación el deseo con su realización fuera algo más que una falsaria salvación discursiva; tan necesaria, empero, ante una película estrictamente religiosa o ritual como esta. Desde luego, creo yo, no hay una idea que le sea menos asignable al deseo, o acaso solo en lo que respecta al agotador mundo de lo real (que tan poco debería interesarnos), que la dicotomía liberación/represión o, aun peor, realización/no-realización. El deseo no responde a preguntas de este tipo.

Hay también, y por el contrario, una lectura pedagógica del final de Eyes wide shut: ustedes, las mujeres y los hombres, han sido expulsados del deseo (virtud creadora, propia de los dioses) y no les queda otra que consolarse con el sexo (esa práctica tan rancia).

Her own way.
Ya saben que después de Eyes wide shut (yo calculo que pasados tres años desde que se rodaran aquellas escenas), el matrimonio Cruise-Kidman se separó. Él acabaría teniendo una hija con la calamitosa Katie Holmes, Suri, y estamos casi seguros de que no recuerda ni por lo más remoto los que alquilara junto a Nicole. Ella inició el extraño camino que hoy reseñamos. Son muchos los datos que remiten a un mal sueño: su empastillamiento (su infeliz acento australiano) al recoger el óscar, la progresiva reducción de su nariz, su matrimonio con un cantante country... Solo en una ocasión (recuerdo bien mis erecciones) se nos dio desearla con franqueza, Dogville, aunque Lars von Trier decidiera que el precio de querer follárnosla era tornarla en víctima (despojarla de su soberanía en estas lides), y obligarnos a desear a un tiempo la sumisión de aquella mujer (y la inversión de su cuerpo en busca de la analidad) que es, como todas las protagonistas del director, heroica y necia (bíblica). Las sucesivas violaciones de Dogville son las únicas escenas de sexo (si obviamos el inciso promocional de Eyes wide shut, momento que nunca he entendido y que estaría dispuesto a rebatirle a Kubrick) que se le han visto a Nicole.

Las mujeres perfectas.
Poco después del divorcio accedía a un puesto privilegiado en el star system que desaprovecharía a la velocidad de la luz (la limitación expresiva de Bewitched es excesiva incluso para una autora de su calibre). En una impensable apuesta en forma de remake, Frank Oz acentuaría el exacto punto en que Nicole empezaba a desviar el deseo de los espectadores (a apropiarse de él y a exasperarlo), con una película tan ignorada como notable, The Stepford wives, donde empezaba a ser irónico que en su gelidez y turbiedad fuera ella la representante de lo humano encargada de desenmascarar a las perfectas mujeres robóticas de Stepford (no era poco irónico tampoco que su marido allí fuera... ¡Matthew Broderick! ¿Cómo una película en la que él aparezca puede tener aspiraciones comerciales?). Nunca una actriz supo conjugar en un mismo instante la gloria (venida de una especulación excesiva por parte de los productores que quisieron ignorar su alma de freak) y un incipiente fracaso que ha acabado por hermanarla con Nicolas Cage y Joel Schumacher (ella dijo sí).

Pero atendamos al caso de una de las grandes obras maestras de nuestro tiempo, Birth (Reencarnación), de Jonathan Glazer.

Otra forma de cine pornográfico.

Vaya el final por delante: un final en el que el planteamiento que llamaba a la signatura de lo fantástico –un niño que, por obra y gracia del montaje, sabemos que nace en el mismo instante en que muere un hombre, marido de Nicole Kidman, dirá ser la reencarnación de este aportando numerosos datos íntimos que lo confirman–, se revela como una desencajada travesura infantil cuando se descubre que el niño había encontrado una caja con todas las cartas que se enviaban la señora y su marido (¿en serio?) y había construido una farsa con un collage de sentimientos, pareceres e informaciones diversas para llevarse a Nicole a la cama. El final es traidor en su desahucio de toda mística posible, pero ofrece una osadía irrenunciable -que ese niño es un guarro-, capaz de aquilatar la desmesura de sus preguntas. Preguntas en la frontera de los lenguajes (la que visita, precisamente, por su irrespetuosa relación con el género) y las líneas rojas de la asignación de los placeres (la sexualidad infantil, todo lo prohibido). 

Este es el terreno más adecuado para la Kidman, como muestra el célebre plano sostenido de cuatro minutos mientras asiste a la ópera (en el que ella, en rigor, no mueve un músculo), solo comparable al que la simpar Barbara Stanwyck regalara a Wilder en Double indemnity (Perdición). Solo una actriz compleja, ambigua y locuela puede generar tales mareas en la quietud (puede desviar tan radicalmente la mirada al mirar de frente).

Otra forma de cine musical.


El otro momento álgido de la película, en que el niño va a visitarla mientras ella se baña, plantea cuestiones no menos atrevidas: que si puede el mundo sustraerse a la determinante disciplina del pene, o que si un niño puede ser reducido (o elevado) a la sola fuerza significante de un falo (en su lento caminar hacia la bañera, y si se mira fijamente, se puede llegar a apreciar cómo deviene genital). Birth (como Margot at the wedding, acaso su mejor interpretación, y como Eyes wide shut) elude toda complacencia y es, por ello, la película kidmaniana por excelencia. En este caso, el órdago se esconde no solo en la insinuación de sus tesis, sino también en las implicaciones de su final (que hacen del beso en la calle, de la higiénica visita, auténticas fiestas de la intención), que actúan como negación de toda serenidad, tanto genérica como moral. Y es que siempre será más aceptable un niño venido de ultratumba (opción, al cabo, lejana y coherente) que un niño que hace de un calentón una psicosis (opción amenazadoramente cierta y desastrada).


Invocación a Príapo.

Nicole y su devenir-mono.
Desde entonces, ya sí, la mirada de Nicole no volverá a ser la misma. Ella es una mujer santa: que es atravesada por el deseo y lo distribuye en formas imprevistas, quizá sin quedarse nada para sí. Y por eso en Margot at the wedding (donde el resto de personajes advierte su esquivo atractivo y especula sobre su pasada belleza) convoca a su hijo pre-adolescente al disfrute de los placeres del sexo en común (que quizá sean otra cosa, pero también Nicole ha sido engañada en esto); se trata de las confusiones que las drogas, que toma a manos llenas, imponen sobre su labor evangélica y su martirología, acuciadas además por la euforia que le provoca el encuentro con los otros, que la hostigan con su extraña costumbre de compartir el tiempo y los afectos con los demás.

¿Cómo decirte, sombrero?
Y es que Nicole Kidman (como yo) ha sido expulsada de los órdenes y las lógicas del deseo, pero no ha renunciado (tampoco yo) a sus gozos e inquietudes.

miércoles, 11 de abril de 2012

Hugo o el insomnio

MGV

Hay más cine mudo en los primeros minutos de Hugo que en toda aquella película de cuyo nombre, a estas alturas, dudo que nadie se acuerde. No hace falta acudir a los homenajes más obvios (el reloj, los arquetipos del policía y la florista), basta con la escena del escurridizo niño huyendo del gendarme entre la muchedumbre y la manera en que una maleta se termina incrustando en su entrepierna.

Este no es un asunto menor en la película y debe servir aquí a una pequeña digresión. Las piernas de Sacha Baron Cohen en Hugo son a la comedia lo que las piernas de Forrest Gump eran a la épica: expresiones perfectas del modelo. La comedia es circular así como la épica es línea ascendente. De este modo, las piernas de Baron Cohen protagonizan, en una primera escena, el desencuentro entre el bueno y el malo: construyen lo risible del policía y permiten el triunfo del pillo. Al final tienen su giro y abren la puerta a la reconciliación: son la debilidad del fuerte y en repararlas está, no ya la destreza del débil, sino su función social. Representan la clave para el final circular que le está destinado a toda comedia y, más concretamente, a la versión ternurista que cultiva el último Hollywood.  
Las de Tom Hanks, en cambio, jaleadas por aquel grito isósceles que se hizo un hueco entre las expresiones predilectas de cualquier patio de colegio (corre, Forrest, corre), protagonizaban una carrera que no era sino el salto cualitativo de Forrest hacia la su meta: la normalidad.
Pero volvamos al tema. Los problemas de Hugo (aparte del que le ha creado la crítica nombrándola la tercera primera película —tras Herzog y Wenders— que hace un uso productivo del 3D) son de otro orden:
Hugo es un homenaje al cine. Hugo dice que el cine es una fábrica de sueños.
Y pretende que nos vayamos a casa sin más.
Muchos lo han intentado y casi todos han servido para que comprobemos que es muy difícil no decir tonterías cuando uno se mete en jardines como dirimir para qué sirve el cine o para qué sirve la literatura; pero una cosa es decir tonterías y otra obviar nuestro siglo y volver a la carga con la fábrica de los sueños, lo de meterse en otras pieles o el viajar a otros mundos.
Solo hay dos grupos que pueden seguir permitiéndose dichas metáforas: las campañas de difusión de la lectura y los adolescentes, las unas por el agilipollamiento sempiterno al que parecen condenadas y los otros por cursis. Y sabe Dios que mi corazón está con los adolescentes y que su cursilería está más que justificada porque no hay manera de aprender sin imitar primero.
Toma geroma pastillas de goma.
También debo confesar –y esto es una manía personal- que cada vez me causa más pudor aquello de ver un medio que se homenajea a sí mismo. Y ahí hay estupendos ejemplos para quitarme la razón —El crepúsculo de los dioses, Ed Wood, La noche americana, State and main, Un final made in Hollywood—, pero es esta una selección tramposa porque en ellas hay distancia y decadencia.
Cuando el homenaje lo hacen, no con el corazón, sino corazón en mano (Cinema paradiso, Soñadores)  es cuando uno se echa a temblar y rescata aquel simpático gesto de Eisenstein cuando decía que quería adaptar al cine El capital.
He did it his way.

Viendo Hugo, un servidor, que no descarta estar volviéndose maniático con la edad, tenía la sensación de haberse encontrado con Scorsese en el mercado del barrio y estar oyéndole decir, delante del frutero y los demás clientes, lo guapa y lo buena persona que es su madre. Y eso como que da pudor.
Aunque motivos no le faltan.
Afortunadamente, Midnight in Paris viene a quitarme la razón y a demostrar que un medio homenajeando a otros medios puede resultar igual de empalagoso.
Y aquí la segunda digresión: qué tendrá nuestra vecina Francia para haber convencido a todos de que su campiña, sus márgenes del Sena y sus baguettes son el decorado ideal para construir un tono de fábula (Irma la dulce, La bella y la bestia, War horse e incluso Le havre).
No obstante, no es del todo grave que la historia de Scorsese sea incapaz de emocionar porque el plano secuencia del principio y el virtuosismo técnico que se queda pegado a cada fotograma sirven para hacer digerible la historia del huérfano y la niña con boina de medio lado.
Pero, por favor, no bajen la guardia. Hay algo anestesiante detrás de esas metáforas, como si escondieran la intención hacer nuestra experiencia estética menos dolorosa. Alerta que quienes hablan de que el cine es una fábrica de sueños (pongan, pongan «fábrica de sueños» en el buscador de El País y luego me cuentan) lo que nos quieren colar es una de narrativa old style, que da gustito, sí, pero que es como un bosque de eucalipto.
Toda fábrica rentable abusa de la mano de obra infantil
(Este gol fue en propia puerta).