viernes, 30 de marzo de 2012

Todos tienen su biopic menos yo.

MGV

Y si Carlos habla del biopic, yo, que tengo en mucho la coherencia interpostal del blog, (o yo, que soy muy envidioso) quiero hablar del biopic también.

El otro día una amiga mía me dijo que en una película —mainstream, aclaró— toda escena sirve invariablemente a uno de estos dos fines: descripción de personaje o avance de trama. Y no hay más tu tía.
Este esquema encuentra su variación mínima en el biopic, donde las escenas están al servicio bien de la descripción de personaje, bien del avance de la Historia; dos nociones, las de personaje e Historia con las que el género se siente en deuda y de las que sitúa, entonces, por detrás. No es que Pollock fuera una excepción total —no es Amadeus ni Il divo, quiero decir—, pero al menos tenía aquella escena del desayuno a ritmo de Sing, sing, sign en la que Ed Harris ponía a frotarse el dripping del pintor con el swing de Benny Goodman y nos enseñaba lo que podía pasar cuando el director corre a la velocidad del personaje.

 Esa deuda es solo el principio de sus problemas. El biopic tiene vocación de síntesis, lo cual le deja aún menos margen de maniobra para disimular sus objetivos y, para colmo de males, no pueden disimular su ansiedad por alcanzarlos, con lo que la trayectoria se les convierte en un terreno del que parecen querer desembarazare lo antes posible. Así que cuando llegan a su meta, la obligada muerte del protagonista, se dan cuenta de lo que han conseguido: una foto de carnet.

Década impía, que nos dejas el biopic y te llevas el fotomatón.

De su naturaleza sintética se deriva el que será posiblemente su mayor obstáculo en el camino hacia la dignidad artística del género: sus modos, si no necesariamente didácticos, sí al menos pedagógicos. Las escenas de casi cualquier película ya tienen que lidiar con la espinosa labor de significar, para que encima venga el biopic con su variante hipertrofiada: las escenas que ilustran (peores aún que las que  simbolizan; cfr Yo soy esa). Esta disfunción pone al género a dialogar con otro género sintético, uno de los más marrulleros e involuntariamente kitsch que nos ha dado el lenguaje: el libro de texto.

La figura central del cuadro es una alegoría de la libertad,
los otros tres personajes representan cada uno una clase
social de la Francia de la época y bla, bla, bla...
La dama de hierro sirve de triste ejemplo de todo ello. Para la descripción del personaje, aquel monólogo de Tatcher jovencita, delante de su marido, sobre su alergia a la cocina; para los conflictos históricos, las cortinillas publicitarias sobre las Malvinas. Y, por si no fuera poco, a modo de unión de ambas, unos zapatos de tacón en un bosque de zapatos masculinos.
Por encima del amasijo de despropósitos, eso sí, flota Meryl, la única que parecía saber que la cosa era de guasa y nos deja ver que, además de bordarlo, su avatar de la Tatcher y ella se lo estaban pasando pipa juntas.


Mundo de tiburones.
 No es cuestión de poner a Mi semana con Marilyn a la altura de La dama de hierro, pero comparten pecados. Las escenas de la película se esfuerzan por ilustrar el trabajo de los biógrafos. Ahí están todas las que sabíamos que estarían: la Marilyn ingenua, la frágil, la impuntual, la ingeniosa, la narcisista, la insegura, la cautivadora, cada una con su correspondiente momento, como si de verdad el director se hubiera creído lo de que una imagen vale más que mil palabras.
Aquí, además, a Eddie Redmayne le vale con la cara de alegre perplejidad que luce toda la película para terminar de arrojar sombra sobre la docilidad y la sumisión de Michelle Williams (¡qué le hiciste Sarah Polley a aquella actriz maravillosamente breve de Wendy y Lucy y Meek’s Cutoff!). Solo imagino a una persona capaz de llevar a buen puerto un biopic sobre Marilyn Monroe y es el hombre que mejor la dirigió en vida, deshaciendo incluso los entuertos de Billy Wilder. Han acertado: Andy Warhol.

The Turin Horse directed
by Andy Warhol
Y entre Tatcher y Marilyn, los azares de la cartelera nos mostraban que otra relación con referente es posible. Frente a las ilustrativas, sorteando incluso la obligación de significar, las escenas de The Turin horse son pura encarnación. Nada en ellas apunta fuera de su encuadre. Y nos deja aterrados y solos ante la mayor de sus revelaciones de que una mujer comiéndose una patata pueda ser solo una mujer comiéndose una patata.





También este género, también él.

domingo, 25 de marzo de 2012

Breve historia de América: L'éducation sentimentale

Carlos Pott


Y cuando uno ya lo vio todo, ¡melancolía!
Como yo conozco al dolor, y me habita una usual hipocondría y, en fin, me siento como un niño que en la noche de una fiesta (parado y en chaleco)... tampoco veo nunca películas que no hubiera visto antes. El otro día, sin ir muy lejos, me senté ante Mouchette que, por si no lo saben, es, mientras uno la ve, no la mejor, sino la única película de la historia del cine. Más tarde en la noche encontré en la televisión un objeto aterrador: The devil wears Prada; una tumultuosa conjunción de inquietudes (de erotismos y sus negaciones) que me han llevado hasta allí tres veces. Ejemplos: la genialidad sin genealogía de Meryl, la sosez sin paliativos de Anne Hathaway (frente a la sexualidad vigorosa de su segunda: Emily Blunt) y la oscuridad de sus conclusiones.

Anne Hathaway es, dicho sea, la estrella más improbable e irritante del nuevo Hollywood (si la idea ya suena a rancia, imaginen cuando ella la representa): al aburrimiento que inspira, se suma una carrera infausta. Solo ella podría haber conseguido un tal currículum, cuyo momento álgido es Princesa por sopresa 2; y que se haya aliado con Christoper Nolan en la nueva (y ya horrenda) entrega de su Batman, no hace sino confirmar la dirección de esta carrera abisal.

Pero, vayamos al meollo del desasosiego, ¿qué piensa esta película de la moda?, ¿cómo pretende hacernos creer que, tras la revelación, su protagonista entre en la despensita del estilo para salir vestida de esta guisa?

Parece mentira que el exceso
y la mediocridad puedan fundirse sin merma.



Otra forma del mal (de estilo más depurado).
Y esto es casi lo de menos (aun cuando yo no pueda reponerme de la visión de esos apéndices con la forma del símbolo de Chanel o de esa gorra que, como manda la confusión en que vivimos inmersos, queda sita aun en interiores), porque según la película avanza, la confusión oprime el pecho y, al final... ¡preguntas!: ¿por qué la Hathaway, tras abandonar el cetro y el oropel y regresar a la vida aldeana (aunque siempre en Nueva York), incorpora como natural la rectitud que el estajanovismo laboral y el mamarrachismo estético han inscrito en su cuerpo? Vuelve con su viejo novio, a sus viejos sueños y a su modesto apartamento, pero no renuncia a la ropa y complementos adquiridos, y ¿hay una mayor ironía que imaginar ahora al personaje enfrentarse al resto de las gentes, a las que no van vestidas como un Mr. Potato del product placement, desde su ostentosa falta de extravagancia?

Como en la narrativa de Flaubert, en el cine americano la vida y el pensamiento son profusos y casquivanos. No hay forma de descifrar el complejo ideológico que sustenta los lances bucólicos de The devil wears Prada junto al respeto reverencial por la martirología del trabajo y la estricta observancia de las tendencias. Algunos dirán, tomando el camino fácil, que la intersección de tan diversas (diatópicas y diacrónicas) voces conjuradas en cada película del mainstream puede crear monstruos de la intención y la idea, pero yo quiero creer que el poderoso Jano bifronte que es el mito del origen de los Estados Unidos (frente a la tiránica unilateralidad del republicanismo francés) ha configurado los espíritus de todos sus habitantes y pensadores.
¡Fruslerías!

Ya lo he insinuado: esta película se instala en un tratamiento indescifrable del tópico del “menosprecio de corte y alabanza de aldea” que, en el caso del cine americano, bien pudiera tomarse en un sentido inverso ("alabanza de corte y menosprecio de aldea") o, más habitualmente, en ambos sentidos a un tiempo. Se trata de rendir pleitesía a las dos américas.

A estas divagaciones he regresado viendo Abraham Lincoln (1930), del mismísimo David W. Griffith.

Es, les diré rápidamente, una película soberana.

¡Guionistas!, ¿de dónde vienen?
Corresponde, ya verán, a un cierto primitivismo del lenguaje cinematográfico, algo que no tiene que ver con su año de producción (piensen en Buster Keaton, que sigue siendo lo más alto que jamás rayó la metafísica), sino con el género, entonces balbuceante, del biopic, que tiene por fórmula la conversión de la narración en pantalla en un relato subsidiario y sintético de un otro, inabarcable, salvaje y profundo. Antes como ahora, es inusual que el biopic no haga de todo instante una declaración altisonante (y es ridículo cuando intenta vitaminizar su tempo con escenas cotidianas), pero yo rara vez he visto soluciones narrativas más directas, agudas y efectivas que las de esta película. ¿Cuántos guionistas pueden preciarse de haber escrito una frase como la que anuncia aquí el feliz alumbramiento: “¿Ha nacido niño o muerto? (Boy or dead, ¡por todos los cielos!); ¿y cuántos, aun más, de hilvanarla con la madre henchida y el niño en brazos: “Se llama Abraham”?

Grandes personajes de Indiana: Leslie Knope (semper).
Griffith, que ama su país like it is, no olvida. Nació en Kentucky, territorio que fue parte de la Confederación sureña, y donde también nació Lincoln. Pero el ínclito presidente se iría en la temprana infancia a Indiana, desde donde comandaría la Unión. Y Griffith, resuelto y sandunguero, en lugar de pedir cuentas (o de volvernos a recordar sus ideas sobre los negros, las de The birth of a nation), prefiere mostrarnos a Lincoln como un hombre que detenta un férreo carácter sureño bajo el sombrero exquisito, o bien un hombre que supo teñir de virilidad y bizarría costumbre tan mariquita como la del constitucionalismo. Así, aun antes de decírsenos que Lincoln es un leguleuyo (o, peor, un intelectual), se nos pide perdón por que lo fuera: “Pelearé contra todos. Yo también soy duro de pelar”, y se lanza a reyertas peregrinas y espasmódicas que son preludio del gozo de la fanfarronería en el bar, donde Lincoln entrará y beberá a morro de un barril de cerveza más pesado que él mismo (para lo cual tiene que rebozarse por los suelos en un desastrado ramalazo de naturalismo), justo antes de declararse abstemio.
Para la ocasión, Walter Huston.

Days of being wild.
Así es el hombre del renacimiento (americano): refinado en el pensamiento y en el amor, majestuoso en la apostura (“tallado con un hacha”, dice que decía su padre); corajudo e implacable frente al adversario político, débil y humano frente a los demonios del alma (el pensamiento, el amor, todo aquello que nos debilita y refina). No galantea con las mujeres (como aprendimos en Proust, no hay nada más gay), se limita a imantarlas; y a su adversario no solo le quita la razón, sino también la novia. Y eso que la que será esposa de Lincoln se dejaba hacer por el tal Douglas (aunque, cuando Lincoln no es nadie, ella ya intuye que la verdadera ambición de una mujer audaz sería casarse con él), y se sonroja cuando este le suelta la frase con la que una versión sublimada (y heterosexual) de Francisco Camps habría de ligar (en un mundo paralelo y más estilizado): “¿Quién no sería político con una circunscripción tan bella?”.

Ya les digo: desfallezco ante esta película. No importa que, como ocurre en el buen cine de género, sea chispeante en su primera mitad, y casi inane en la segunda (piénsese en una carrera al azar, la de Shia LaBeouf: Transformers o Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, no digo más). Habría que ser en verdad impertinente para tenerle en cuenta a algunos de nuestros más queridos maestros la última hora de metraje de sus películas (a mí, puedo decir, nada me importa, pues soy indulgente y feliz [y vuelvo a estar borracho mientras escribo]).

A los que ya he mencionado, añado otro momento en el que dan ganas de quedarse a vivir: aparece un hijo de unos diez años (en la anterior escena Lincoln se estaba casando), que interrumpe el momento en que proponen a Lincoln hacerse presidente, y le reclama para la cena. La frase de disculpa es memorable: “¿Ve, señor Feryll?, tengo otra crisis, el país y la sopa están hirviendo a la vez”. Y de la misma manera que no sé, no puedo saber, qué aprendo y qué olvido, qué ha he hecho de mí el cine americano (al que agradezco mi endémica incapacidad para todo compromiso), no sé tampoco si el pespunte rococó que dibuja el hijo a continuación es sublime o todo lo contrario: “mamá también está hirviendo”.

...un beso tuyo.
Tampoco sé si a ustedes les va a interesar esta rara avis tanto como a mí, que me siento muy ligado a la figura de Lincoln (y a la de Jefferson, y a la de George Washington, de quien Ralph Wiggum no me deja olvidar la más delicada y emocionante de las muertes... ay), a cuya razón escribí una de mis más exitosas canciones (que coincidía palabra por palabra con el título de la película de Griffith: “Abraham Lincoln”, ¡la inmortal Cristina no me dejará mentir en esto!), pero quiero (¡necesito!) pensar que sí.

Porque es como Flaubert (esto también y todo lo que gusten), y lo que escribiera justo al final de aquella novela: “C'est la ce que nous avons eu de meilleur!”

miércoles, 21 de marzo de 2012

10 razones para perderle el respeto a Carlos Boyero

MGV

(Esta no será, como nos advertía Polomanía, una de esas categorías de un solo post -tan honrosas ellas, quizás más ninguna otra-. Esta promete ser una de las grandes. Así la definía Carlos, el otro día, en una tertulia con pastas: "sobre todas las promesas de exclusión que nos hacemos: todo lo que ya no vamos a volver a permitirnos como visionarios de cine y como hombres de alma en pecho y corazón en mano".)
Pues esto es así. Carlos Boyero ya ha hablado de nosotros: «A excepción de cuatro fatigosos modernos, esos que acusan a The artist de “buenismo” (qué grima me provoca la terminología de los modernos) y creen haber descubierto la penicilina con su lúcida definición, esta película muda y en blanco y negro, divertida y trágica, tierna y sombría, original y compleja, puede regalar hora y media de gozo al espectador inocente y al sofisticado, al que añora los argumentos y los mecanismos de las historias clásicas del cine de siempre (…) y al que no ha perdido la capacidad de admirar los experimentos llenos de vida, humor y sentimiento».
Y como en Pundonor y recato somos aplicados con nuestros lectores y muy atentos con nuestros adversarios, aquí va la repuesta. 
(Este post tiene banda sonora: pinchen el enlace y déjenlo sonar mientras leen, si tienen a bien).



Primero una pesadilla que tuve anteanoche:
En una estación de tren del oeste, en medio de ninguna parte, matan el tiempo Jim Jarmusch, Isaki Lacuesta, y Apichatpong Weerasethakul, alias Joe. Jarmusch aparta una mosca de su tupé, Isaki bebe agua de su sombrero y Apichatpong mira al horizonte, añorando tal vez la frondosidad taliandesa. La madera cruje, un molino de viento chirría y una gota cae periódicamente en la bota de Jarmusch. El tren se acerca y los tres se levantan. Cuando el tren sale de la estación, levanta una nube de polvo que poco a poco se va disipando hasta dejar ver la silueta de un hombre tocando la armónica. Se levanta el sombrero: es Carlos Boyero.
Tal cual os lo cuento

Boyero: ¿Y la vedette manchega?
Apichatopong: La vedette manchega es quien nos ha mandado.
Boyero: ¿Y habéis traído un caballo para mí?
Isaki: Bueno, parece que… [sonríe] parece que falta un caballo.
Boyero: Nada de eso: sobran dos. Todos desenfundan pero Boyero, más rápido, los mata a los tres.

Paso entonces a esgrimir las que considero 10 razones más que suficientes para enfadarse con quien llegó seducirme:
1.       Como la cita anterior demuestra, Carlos Boyero es el máximo representante en la tierra de uno de los principales enemigos de Pundonor y recato: el adjetivo. No señor, para defender o denostar una película no vale con colgarle una ristra de adjetivos detrás y esperar a que hagan ruido.
2.       Y aunque valiera hay que elegirlos mejor. Alguien debería recordarle a ese señor que “grotesco”, como categoría estética, no es exactamente equivalente a “no me mola”.
3.       En general, su desprecio por el lenguaje es olímpico. Cuando se escribe “impagables sensaciones” en el buscador de El País aparecen inmediatamente un montón de artículos de Boyero (tal vez todos). Los sintagmas también se oxidan, si uno no los mueve un poquito de vez en cuando.
Pues yo lo único que le reprocho a Leone es que
no le pusiera una novia a Clint Eastwood
en "La muerte tenía un precio".
4.       Ya vale con el rollo calenturiento. Por muy políticamente incorrecto que se sea, no se pueden escribir cosas así: «El único reproche que podemos hacerle un amigo y yo al director de Drive es que haya despojado a Cristina Hendricks de faldas y le haya colocado unos vaqueros. Eso no se hace con mujer tan sensual». No por nada, sino por si alguien se lo toma en serio (especialmente uno mismo).
5.       Como se les enseña a los alumnos de 3º de la ESO el primer día que se explica en clase la argumentación, decir que algo me gusta o no me gusta está muy bien para cuando uno habla con sus padres o con una novia, es decir, gente a la que le interesa conocerte; a los demás, conviene seducirlos con razones o ideas. "Esta peli me ha tocao la patata" o "se te olvida al salir del cine", no son argumentos.
6.       El tú arbitrario, esa figura de "la película te hace reír, te emociona, te enamora," (sic) es otra cosa que a los alumnos se les recomienda evitar por cansino y limitado. De un crítico se espera que lo evite precisamente por lo que su nombre indica, esto es, porque resulta arbitrario.
7.       Por favor, no más tús arbitrarios.
8.       En serio, un tú arbitrario más y mis venas serán aspersores en el jardín del Sr. Boyero.
9.       No se puede coger a todos los enemigos de uno y agruparlos bajo la misma etiqueta, a la sazón, “modernos”. No se puede designar bajo una única palabra a la gente a la que no le gusta de The artist y a Jim Jarmusch. Y, aunque se considerara que esos enemigos no merecen nada mejor, la lengua sí lo merece.
10.   Nunca nadie puso títulos tan horribles.
11.   Solo una más: si un amigo te cuenta que ha conseguido que el gilipollas de su jefe le pague por dormir, le ríes la gracia y le invitas a una cerveza. Si pagas un curso y el profesor se duerme en tus narices, lo despiertas a sopapos.  Es muy guay que ese señor se dedique a ver un partido del Barça mientras debería estar viendo los Goya, igual que es graciosote que se duerma delante de las películas suecas, francesas, coreanas, chinas y tailandesas, y está muy bien que quede con sus amigos críticos y se descojone por ello, pero que se descojone también delante de los que pagan su eurito por El País, o de los que esperan sus servicios, ya está un poco más feo, o al menos me hace dudar de si no se estará riendo de mí, que me hacen trabajar despierto, en mi cara.  
Próxima reencarnación de Carlos Boyero (si es que Dios reparte algo de justicia)


Mientras tanto, algunos lectores seguimos esperando, de buena fe, que un día se le caiga el cofre de lujo con la edición extendida de El Padrino en la cabeza, a ver si con los efectos del golpe le da por volver a tener ideas, en lugar de dedicarse a ser una marca registrada.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Hoy se cuece en mí: Like a door.


Carlos Pott



Meryl Streep, una y muchas.
No habría yo llegado al parvulario cuando, a razón de un comentario de mi madre, irrecuperable en su forma, sobre las magias parciales de la cosmética, me convencí de que todas las protagonistas de Las chicas de oro (The golden girls) eran, en verdad, actrices jóvenes y bellas transformadas para la ocasión. La tesis era (es) irresistible por dos razones: añadía misterio y fascinación a la que fue, y junto a Apartamento para tres (Three's company), la serie fetiche de mi fase anal; pero, sobre todo, convertía el aún para mí ajeno oficio de actor en un culto del que solo podría participarse, pensaba yo, en un instante de embriaguez e inocencia. El actor, me dije, está condenado a una muerte inmediata (como lo está el niño, o todo ser religioso), tanto como a la desaparición bajo un maquillaje impío, porque él solo (y su alma celeste) ha de representar todas las edades, todas las degeneraciones y renacimientos del mundo.

Y, claro, yo siempre y desde entonces he querido ser actor de teatro (no hubiera soportado que el montaje cinematográfico opacara mi trabajo), menester del que me ha mantenido alejado, no solo mi presumible (y, seamos justos, nunca probada) falta de talento, sino sobre todo mi odio visceral hacia el teatro (y sus actores). Pero esta sí que es otra historia.

Cómo no recordar estos viejos sentimientos al ver J. Edgar.

En ella, solo hay tres elementos vinculantes o, dicho de otra forma, capaces de producir sentido: el guion (brioso, aunque con innúmeras dificultades de cara a la puesta en escena), Leonardo DiCaprio (egregio, marcando un tercer hito en su carrera, tras Celebrity y The aviator) y el maquillaje. Como saben, ha sido el último, y aun cuando su guionista ha decidido peinarse tal que así:

el que ha generado los más vivos comentarios. Tengan una prueba (y comenten también si gustan):
Ante la enunciación de lo imposible...
Por lo que ha de importarnos este trabajo lastimoso no es por lo que pretende (fines del orden de la narración, esa costumbre demodé), sino por lo que postula (que un actor es todos), aunque también por lo que genera: monstruosidades, instantes de una tensión formal inasumible. Así por ejemplo aquel, cercano al final, en que J. Edgar Hoover, sentado, asiste a los reproches del hombre al que ama, que se tambalea y perora junto a la mesa. La escena es magnífica por la escritura (el amado desgrana la vida pública de Edgar para denunciar las imposturas de su intimidad), ¡por la dirección! (el plano medio sostenido y el ángulo inusual irrumpen con una luz inesperada en una película hecha con la desidia habitual en Eastwood, que ya solo alcanza la excelencia mediante lo intempestivo [los zooms de Gran Torino]) y, muy sobre todo, por la locura y la estupefacción que el maquillaje provoca.

A pair of two
Todos los índices de sentido allí conjurados apuntan a la transparencia, pero la puesta en práctica tiene muy otra forma: el pliegue, la envoltura, lo falso y opaco (todo aquello que produce inquietud, significado y belleza). Se nos recuerda que el cine podrá tener a la quimérica imagen primitiva (o documental) como autoctonía (como conexión con lo terrestre: la imagen desnuda es lo que el cine está condenado a arrastrar por el suelo, su nacionalidad), pero que su esfinge (su misterio y, como tal, su continua aspiración), está más bien del lado de la cosmética (o de Cecil Beaton).

Porque la verdad tampoco es de piedra.
La escena de J. Edgar me recordó al punto aquel frontal, salido de la habitación de al lado, de Erland Josephson en Saraband. Ya todos ustedes saben que Bergman articuló su carrera de la forma más sabia: cada película suya es mejor que la anterior y, de hecho, las buenas no llegaron hasta 1978. No es mal apogeo el cuerpo desnudo y tembloroso de Josephson pidiéndole a su antigua mujer un poco de calor nocturno. El contenido de verdad de esa escena es abrumador: la derrota de un agreste guerrero del razonamiento que solo en esa noche empieza a convivir con lo que hasta entonces tuvo por baldón: su afeminamiento especulativo (se trata de Bergman arrodillándose ante el altar de Schopenhauer).

Ahora bien, sería una debilidad por nuestra parte (y esas ya no nos las permitimos) creer que el párkinson real de Josephson al rodar la escena, la desnudez entera de un anciano de 80 años, ese pene soberano cuyo encogimiento no contradice su pregnancia... toda esa verdad (todo ese aparato de verdad), hacen mejor la escena del sibilino Bergman frente a las descacharradas conjunciones del destartalado Eastwood. Porque si dijéramos así, si nos valiera para sobrevivir el amparo bajo un ideal de pureza (aunque ya siempre nos haya condenado a él la forma misma del discurso), ¿podríamos quedar satisfechos y desvergonzados?, ¿no habríamos sido infieles a lo que habíamos construido con tanto ahínco, infieles al lugar donde dejábamos reposar, no ya nuestra convicción (¡tan fútil!), sino nuestro más tenaz deseo (que ha sido educado en la desviación de la mirada, en el trampantojo)?; ¿podríamos decir “he aquí la verdad”, “he aquí el cine” sin merecer una somanta de palos? Las preguntas de siempre, alas!

Porque yo amo, ¡amo!, a ese viejo tarumba, y amo su pene y su voz ceniza (que tantas veces he escuchado en el cine, al menos, como las Gymnopédies)... pero amo también a esos viejos latentes y falsarios que el actor (y solo ella, solo entonces) puede ser y también es.
Te querremos vieja, pero siempre maquillada.

sábado, 10 de marzo de 2012

Breve historia de América: Todo era verdad.

MGV

(Lo primero, les debo una disculpa por un post que, no solo es sonrojantemente autobiográfico —esto es, muy poco recatado—, sino que además atiende al más bajo de los géneros posibles, a la más reprobable de las tentaciones humanas: la epifanía de viaje —esto es, muy poco pundonoroso—. Será esta la excepción y no la regla, pues no es Pundonor y recato un hombro en el que suspirar.
Lo segundo es que espero, que este post confesional sirva al menos de pórtico a otros sobre los géneros y los sueños que ya piden paso.
Lo tercero es aclarar que esta sección acogerá ideas con las que no sé cuánto tiempo comulgaré o, más bien, ideas a las que no les importa un pito que yo comulgue con ellas o no, ideas de esas que se van con el primero que les pasa por delante.
¿Debería confesar que el título se lo debo a Beckett?)

Un tipo calvo, gordo y tatuado. Lleva perilla y sostiene en su mano izquierda un descomunal vaso de refresco color naranja fosforescente. Está borracho.

I. I live in Albuequerque, New Mexico and I’ve got my friends in Las Cruces, one daughter in Austin and the rest of my sons are in Tucson. It’s hard to visit them all, I have to take too many buses.

II. Who’s this bag?
Nadie responde. Señala una mochila que hay junto a sus pies y repite, esta vez más alto, de modo que su voz retumba en el hall de la estación, Who’s this bag? Desde su asiento, un latino de piel curtida, con una gorra tapándole casi toda la cara, ladea la cabeza y responde: It’s mine. Come here!, reclama el gordo. Why don’t you come here, responde el otro, acomodado de nuevo bajo su visera. I give you twenty bucks for your bag, insiste el gordo tatuado. Are you kidding? I payed one hundred thirty for it, responde sin mirar. Well, then I give you twenty five.

III. Where are the bones of Jesus? Where are the bones of Job? Where are the bones of all those people? I don’t know what you think, but to me, the Holly Bible is a book of fairy tales. Hace una pausa. Listen, man: when I was in prison I read it eight times from head to tail, and it’s plenty of contradictions itself. I’ve also read the Coran many times and guess what: the Coran is much better.

IV. I’ll tell you something, son: religion is for the people who are scared from hell. Spirituality is for those who already are in hell.

(Con el subtitulado de esta última será más que suficiente para demostrar cómo hemos crecido con un español que no era español: «Te diré algo, hijo: la religión es para gente a la que le asusta el infierno. La espiritualidad es para los que ya están en el infierno»).

Guest starring: Plato
En alguna entrevista Garci contaba eso que todo el mundo ha sentido alguna vez. Decía que su primer beso le decepcionó profundamente, no por carencias en las mañas labiales de su compañera, sino porque faltaban la cámara describiendo círculos a su alrededor y la música in crescendo.

Diversas situaciones de la vida remiten otras de películas para, indefectiblemente, poner de relieve el mediocre papel que uno desempeña. Cuántas veces no me habré yo visto enmarañado, en la mañana de después, intentando reproducir el discurso de los albaricoques en miel. Esa es la lección de mi capitán Grant: para fracasar hace falta mucha más clase que para tener éxito.

Los ladrones de bicicletas

Siempre había pensado que Platón estaba en lo cierto con aquello de que hay un sitio para las Ideas Originales y que los demás vivimos en una caverna viendo sombras (más o menos). Supongo que cada cual hace con Platón y lo de las Ideas Originales lo que buenamente puede. Las mías vienen en pantalla y tienen que ver con alcantarillas humeantes, calles empinadas, carreteras rectas interminables y moteles de mala muerte. Así de simple que es uno.

La conversación con ese gordo, calvo y tatuado en una estación de autobuses de El Paso, Texas, fue de lo más reveladora: su fisionomía, su tono, la cadencia seca y su manera de tallar las frases como si cada una fuera la Última, me hicieron pensar que nada tenían que envidiarle Brian de Palma o Tarantino, en sus delirios miméticos, al neorrealismo de Rossellini o De Sica.

Todo estaba ahí antes de que llegara Hollywood.

Rossellini c'est moi
Desde entonces no duermo. Paso las noches, sentado frente a la ventana, comiendo un cuarto de libra con queso tras otro y esperando el momento en que Tom Cruise se descuelgue desde el exterior con un cable, por si necesita de un buen samaritano que le recoja la gotita esa de sudor, tan inoportuna, que siempre le cae de la ceja y  amenaza con arruinar toda la parafernalia.



(Y ahora una compensación por haber llegado al final del post:

William: ¿Te apetece una taza de té antes de irse?
Anna: No
William: ¿Café?
Anna: No
William: ¿Un zumo?...eh, creo que no. ¿Y algo frío? Mmmh... ¿Coca-cola? ¿Agua? ¿Un... refresco repugnante con tropezones aspirantes a frutas del bosque?
Anna: No
William: ¿Algo de comer? Algo para picar...mmmh... ¿Albaricoques en miel? A saber, porque no saben a albaricoque... solo saben a miel. Si quieres miel, pues compras miel no... albaricoques. Pero si te apetecen, son todo suyos.
Anna: No
William: ¿Siempre dices que no a todo?
Anna: [se lo piensa] No)

jueves, 8 de marzo de 2012

Cada día es mejor que el anterior: La muerte de Robert M. Sherman.


Carlos Pott


Usted, lector, dado a la carne.


Robert B. Sherman y Richard M. Sherman, de los cuales el primero ha muerto (y es acicate de esta entrada-obituario), fueron los responsables de mi tardío reconocimiento a unas de las grandes películas Disney, The jungle book. Muy en concreto, “The bare necessities (Busca lo más vital)”, la canción manifiesto de Baloo, me producía en la infancia un rechazo temeroso: yo, por entonces, no entendía que se diera una tal discontinuidad entre los valores que eran celebrados en las películas y los que a mí me parecía que debían regir una vida ordenada. Pensaba más bien que el arte y la vida habrían de tener una relación orgánica (y, entonces, como hoy, me era ajena la impostura), ilusión que comparto (tampoco mucho más) con el vanguardismo de principios del siglo XX. Madrugador impenitente, me era difícil asumir que a la felicidad pudiera tenerse acceso desde la holgazanería, aunque reconozco que el pensamiento dominante (ya no sé si de izquierdas o de derechas) me obligó a identificar la felicidad con el hedonismo y a hacerme creer que mi continuo alborozo era el puro misreading de una vida de penuria.

Pero, ah, Mary Poppins en cambio. Yo creo, les digo ya, que Mary Poppins es la otra gran película de la historia del cine norteamericano (Vertigo y Mary Poppins, sería la cosa) y, en gran medida, las canciones de los Sherman ayudan a elevarla a un cenit que parece inalcanzable.

¡Devuélvele su polonio, Aurora Bautista!
Su excelencia deriva, en gran medida, de no ser (como parece) un tratado de pedagogía, sino la historia de una mujer condenada prematuramente a ser espectadora de las vidas de los otros. Por eso debemos cuidarnos, si es que nos parece que los métodos educativos de Mary son, en el caso de los niños Banks, efectivos. No es la planificación y el compromiso laboral lo que le lleva a adoptar la actitud pasiva y expectante con la que parece alinearse con Pestalozzi y Rousseau; el secreto del éxito de su trabajo es más prosaico: es el padre quien consigue componérselas (en un fuera de plano que es toda otra película) para reorganizar sus prioridades, tras lo cual los niños responderán a su postrer cariño sin pestañear. Por su parte, es más bien una negligencia que Mary permita al Bert de Dick Van Dyke (personaje al que su banal simpatía siempre me hizo tener en poco) introducir en la vida serena de los niños un ímpetu lúdico cuya pertinencia ella parecía negar solo con el fin de evitarse un esfuerzo. A pesar de la desacreditación formal y los gestos mohínos, el corazón de Mary (de solterona, de tieta) se ve momentáneamente ablandado por aquella figura peterpanesca a la que aún desea, aunque con una tal desafección que casi no deja lugar a que el espectador pueda pensar en alguna posibilidad de amor presente o futura.

Todas las mujeres que aparecen en la película (las mujeres de la casa) son modelos que Mary Poppins, en el desfallecimiento emocional de la noche, ha de envidiar, aun cuando solo porque representan formas de vida, intensiones, modos de afecto, inclinaciones vivientes... o al menos así lo ve Mary en su delirio.
Me pido la que está sentada.

El gozo con que la criada (e incluso la agria cocinera) reciben las inteferencias del exterior, o su vida derrotada, son despreciados por Mary, pero envidiados al empezar a sentirse asediada por la frustración. La frívola participación política de la señora Banks es un tema más peliagudo: Mary parece preguntarse por qué si ella ha elegido una tan sobria rectitud (que es la que quizá le ha hecho crecer los centímetros necesarios hasta llegar a aquella sonorosa definición del metro: “Prácticamente perfecta en todo”) para configurar su postura (y con ella su espíritu), la señora Banks -flor menos valiosa, pero en mejor jardín- se entrega a una despreocupación en los gestos y en la capacidad de asombro definitivas sin que parezca que haya hecho ningún mérito para gozarlas (sin siquiera ser inteligente). La descalificación es feroz (aunque la señora Banks es digna de todo amor), y se configura a partir del más oscuro resentimiento: solo una vez que la señora Banks se ha convertido en una mujer florero, se lanza a la vindicación de los derechos de la mujer. Mary, ciega al grácil atractivo de la señora, no ve las acciones o los efectos, solo el irritante ensamblaje de las causas.

La mirada de Mary hacia ella detenta no pocas de las paradojas de lo feminino: la necesidad de someterse a la servidumbre del trabajo para escapar de otras formas de sumisión que podrían dar mucho mayores alegrías, y que algunos deseamos con fervor (la vida social de la señora Banks, aprovechada mañana y tarde, se adivina espléndida), o el recalcitrante deseo de maternidad, que puede llegar a visitar incluso a quienes, como a Mary, la sola visión de un niño hace olvidar la propia infancia (que es el primer paso para odiar la de los demás).

Detrás de las risas.


Un villano como ya no quedan.
De hecho el final, dificilísimo y tristérrimo, no provoca mi congoja (¿cuántas veces he podido llorarlo?) porque sea el comienzo de un nuevo peregrinaje, o por haber Mary sido abandonada a las puertas de un nuevo ciclo sentimental (ya plentamente edípico) en la vida de la familia, que ha restablecido con entusiasmo sus vínculos (lo que Mary no sabe, y que a mí me descompone, es que ni siquiera ha sido gracias a ella, a quien la película desahucia de toda virtud hasta el punto de hacernos pensar que nosotros tampoco querríamos ser sus maridos -¡y sí de la señora Banks!), en la misma forma en que Moisés fue dejado a las puertas de la tierra prometida (Moisés también quedó, claro, para vestir santos), sino por su mayor derrota: por haber acabado deseando aquello que tanto había desestimado (Michael y Jane, una vida junto al señor Banks...). Cuánta y cuán bella fragilidad hay en esa mujer que tendrá que enfrentar su irreversible decisión (¿podría Bert volver a amarla?, o más aún, ¿sabría ella volver a amar?) a tantas inclemencias, y cuánta mala baba la de ese paraguas parlanchín que le recuerda con aquella feísima palabra (¡"ingratitud"!) que la soledad no es un estado metafísico, sino un lugar donde a veces se estancan los cuerpos.

De entre las canciones de los hermanos Sherman no hay forma de elegir una, pero ahí va esta:


jueves, 1 de marzo de 2012

Cada día es mejor que el anterior: Polonios.

MGV

(Aunque los redactores de este blog tenemos relaciones dispares -y tortuosas- con el tiempo que nos ha tocado vivir, no nos privamos de abrir esta sección para poder descargar, en ocasiones irresistibles en su urgencia, el peso excesivo con el que nos sepulta el presente, ante nuestro entusiasmo numantino.)


Febrero. Días de goyas, óscars y polonios.

El pasado sábado 25  se celebró en el recoleto palacio multiusos de la Academia polonesa, metro Menéndez Pelayo, la 76 (LXXVI para Benedicto, Carlos & cía.) edición de los Polonio. Aunque no es vocación nuestra el didactismo (o tal vez sí), para los despistados, recordaré algunas de las singularidades que hacen de estos premios algo excepcional:

Is he a man or a muppet?
(tributo)
1. La Academia polonesa es la única academia unipersonal del mundo. Los premios, a veces injustos, sí, pero nunca arbitrarios, los decide todos Carlos.
2. Las primeras cincuenta y tantas ediciones fueron retroactivas.
3. Si la Academia polonesa incorpora algún filme a su acervo o, si le da la gana, puede cambiar un premiado aunque sea de hace sesenta años. Esto ha causado más de una crisis nerviosa entre las gentes del cine que ven cómo polonios aparecen y desaparecen de su palmarés.
4. La Academia polonesa no sabe de fronteras pero sí de tradiciones.
5. El organizador de la gala ha sido el único organizador de galas capaz de dar con la fórmula para evitar los empalagosos discursos de los ganadores: ningún nominado es invitado a la gala (esto también genera momentos dolorosos como el que se vivió este año cuando la Academia decidió rechazar los  ruegos de Meryl para asistir a la ceremonia, sabedora ella, que no es lista ni nada, de que se iba a hacer con su quinto polonio).
6. Hasta 2012, a la ceremonia de entrega no solo tenían la entrada prohibida los nominados, también el público. Concinciendo con el estreno de Pundonor y recato, la gala acogió a siete privilegiados espectadores. Para 2013 se sortearán invitaciones y accesos a la fiesta de después entre los miembros del blog.
7. Los polonios, como Mahoma, son irrepresentables. No hay estatuillas. En 1997, un dibujante italiano, animado por el éxito en la gala de La vida es bella, imaginó cómo serían. La Academia polonesa respondió a la infamia con una quema masiva -aunque unipersonal- de reproducciones de los premios Donatello. En 1999 la Academia polonesa y la italiana hicieron las paces.

La tortuga ninja que nadie se pedía en
el patio (¿quizás porque envejeció mal?)
Y qué decir de la gala. Pues que fue todo un éxito: tuvo sus gotitas de glamour, ritmo, nervios, ¡humor y números musicales! Y sorpresas, claro. O aquello que popularmente empieza a conocerse como "las típicas injusticias de los polonios". La Wiig que se fue de vacío por partida doble, Elle Fanning que siguió con la maldición que azota desde hace varias ediciones a su estirpe y Pedro que, sabedor del cariño que le profesa la Academia polonesa, contaba con conseguir el "triplete de la gloria".

Pero no me enrollo más y les dejo con los premiados:


BEST ART DIRECTION
Drive [Christopher Tandon]
Hugo [Dante Ferreti & Francesca Lo Schiavo]
Jane Eyre [Karl Probert]
Super 8 [David E. Scott]
The tree of life [David Crank]
Tinker tailor soldier spy [Tom Brown]

BEST ORIGINAL SOUNDTRACK (& SONGS)
A dangerous method [Howard Shore]
The girl with the dragon tattoo [Trent Reznor & Atticus Ross]
The Muppets [Christopher Beck & Bret Mackenzie]
La piel que habito [Alberto Iglesias]
A torinói ló [Mihály Vig] 

Super 8 [Michael Giacchino]

BEST CINEMATOGRAPHY
L'apollonide [Josée Deshaies]
Le Havre [Timo Salminen]
Shame [Sean Bobbitt]
Tinker tailor soldier spy [Hoyte Van Hoytema]
A torinói ló [Fred Kelemen]
The tree of life [Emmanuel Lubezki]

BEST EDITING
The adventures of Tintin [Michael Kahn]
The descendants [Kevin Tent]
Drive [Mat Newman]
La piel que habito [José Salcedo]
Super 8 [Maryann Brandon & Mary Jo Markey]
The tree of life [Hank Corwin, Jay Rabinowitz, Daniel Rezenda, Billy Weber & Mark Yoshikawa]

BEST FEMALE ACTOR IN A SUPPORTING ROLE
Elle Fanning [Super 8]
Carey Mulligan [Shame]
Kati Outinen [Le Havre]
Marisa Paredes [La piel que habito]
Kristen Wiig [Paul]
Shailene Woodley [The descendants]

BEST MALE ACTOR IN A SUPPORTING ROLE
Laramie Eppler [The tree of life]
Michael Fassbender [X-Men: First class]
Jonah Hill [Moneyball]
William Mapother [Another earth]
Patton Oswalt [Young adult]
John C. Reilly [Cedar Rapids]

BEST FEMALE ACTOR IN A LEADING ROLE
Olivia Colman [Tyrannosaur]
Charlotte Gainsbourg [Melancholia]
Arcelia Ramírez [Las razones del corazón]
Meryl Streep [The iron lady]
Tilda Swinton [We need to talk about Kevin]
Kristen Wiig [Bridesmaids]

BEST MALE ACTOR IN A LEADING ROLE
Antonio Banderas [La piel que habito]
George Clooney [The descendants]
Ed Helms [Cedar Rapids]
Hunter McCracken [The tree of life]
Gary Oldman [Tinker tailor soldier spy]
Michael Shannon [Take shelter]

BEST ADAPTED SCREENPLAY
A dangerous method [David Cronenberg]
The descendants [Nat Faxon, Alexander Payne & Jim Rash]
Moneyball [Aaron Sorkin & Steven Zaillian]
The Muppets [Jason Segel & Nicholas Stoller]
La piel que habito [Pedro Almodóvar] 

Las razones del corazón [Paz Alicia García-Diego]

BEST ORIGINAL SCREENPLAY
Uç Maymun [Ebru Ceylan, Nuri Bilge Ceylan & Ercan Kesal]
Book chon bang hyang [Hong Sang-soo]
Habemus papam [Nanni Moretti, Francesco Piccolo & Federica Pontremoli]
J. Edgar [Dustin Lance Black]
Le Havre [Aki Kaurismäki]
Rango [John Logan]

BEST DIRECTOR
Pedro Almodóvar [La piel que habito]
Jean-Pierre Dardenne & Luc Dardenne [Le gamin au vélo] 

Terrence Malick [The tree of life]
Tarsem Singh [Immortals]
Steven Spielberg [The adventures of Tintin]
Béla Tarr [A torinói lo]

BEST PICTURE
The adventures of Tintin [Steven Spielberg]
Bir zamanlar anadolu'da [Nuri Bilge Ceylan]
A dangerous method [David Cronenberg]
Le gamin au vélo [Jean-Pierre Dardenne & Luc Dardenne]
The Muppets [James Bobin]
La piel que habito [Pedro Almodóvar]