martes, 24 de julio de 2012

La lucha de clases (en Louise-Michel y Mammuth)


Carlos Pott

Nadie puede saber qué es un obrero, pues no habiendo sido visto ninguno en la ópera ni en las carreras, no se puede saber a qué dedican el tiempo libre. Si pudiéramos llegar a escuchar a alguno (si yo no estuviera irremediablemente separado de ellos por una marea de tiempo y buen gusto) quizá nos arrastraran con sus identificaciones ciegas, que son las que les llevan a buscar su nombre no en la excedencia de su labor (desde donde bien pudieran llamarse ociosos), sino en la certeza de esta (que es la que decide, siendo justos, las transformaciones del cuerpo y los afectos). Pero es que no solo se denuncian obreros (¡miren en lo que me han convertido!), sino que algunos se solazan, celebran su condición y hacen de ella el principio de su ideología (siguiendo una fatal recomendación marxiana); en ocasiones, incluso, convocan bajo su alón maltrecho a tantos pequeño-burgueses que luchan incansablemente por olvidar cada noche en el lecho las penurias de la jornada.

Cayo Lara con pashmina.
Recientemente, un grupo de mineros recibió con indignación (y la indignación es el consuelo imbécil de quien no sabe odiar con humildad) la noticia del fin de su penosa tarea. La prensa escrita del país recopilaba sus opiniones, mistéricas, en las que cundía la identificación entre un estado psicológico necesariamente ilusorio (la dignidad) y la abrasiva realidad de su trabajo. Desfallecí con ademán victoriano; ante una tal aridez ideológica me arrebataron bruscos deseos de volver a casa. Ya estaba en ella: decidí no salir más, o al menos hasta que no dejaran de manifestarse los mastuerzos.

Yo, cual hombre sensato, aborrezco la idealidad conceptual y soy tenido por liberal porque creo que la libertad no se cifra en ningún principio de identidad, sino de negación: la libertad se da (para mí, pero también para Hobbes, que la inventó mientras defendía el más fiero absolutismo monárquico) en la posibilidad de exceder la ley. El obrero es idealista (¡qué si no!) cuando elige para nombrarse la fuerza de su costumbre en lugar de las seducciones de sus delirios (si es que todavía le visitan); lo es también en sus ideologías históricas (el comunismo, el anarco-sindicalismo…), en las que inventó una libertad bastarda (ya irreconocible) que habría de sostenerse en la sola fuerza afirmativa de la construcción social al identificarse con la ley que constituye a esta (una ley vigente pero no significante, que no necesitaría de una autoridad estatal que la pusiera en circulación). Lo que dice la izquierda clásica es que hay que hacer coincidir el deseo del pueblo con la ley, y así todo el mundo se pensará libre (y se dará una función ineludible a la educación socializadora); también los mineros dan muestra de esta retórica siniestra cuando se aparecen fantasmáticos en la capital, todavía vigorosa en su creciente tristeza, con su desoladora cantinela: “I really wanna be a coal miner”, y dan carta de naturaleza a su brutal condena. Retiremos a estos hombres la potestad sobre su destino.
Verismo y espectáculo: the perfect couple.

Pero, claro ¿qué es un obrero? Porque de ellos, a pesar de esta opereta reciente, poco queda. Un obrero hoy, más que por sus identificaciones, se caracteriza por asistir (por haber asistido) a la crisis de todas ellas: es un ser descacharrado, ajeno e inútil al cuerpo social (que no a sus desagües), que ha sido desahuciado de toda convicción, excluido del mundo (que no incluye a nadie) por su ignorancia funcional y la monstruosa estupidez de la vida mecánica. Así, al menos, en el ocaso de su sentido, lo ve la gloriosa pareja de cineastas Benoît Delépine y Gustave de Kervern en dos películas que son dos luminosas catedrales: Louise-Michel y Mammuth.

Las dos parten de la idea de que un obrero, y sobre todo en su forma más común: un obrero idiota, es alguien que ha vivido en suspenso amparado en la identificación con su labor, y que se enfrenta a una libertad por hacer cuando, por una u otra fortuna, le es dado el tiempo libre. Y solo el deseo, la más poderosa fuerza individualizante (y, por tanto, el primer enemigo de toda distopía comunitarista), podrá servirle de guía en su nueva tarea.

En Mammuth (2010), al protagonista le sorprende la jubilación, y en su peregrinación para recabar los documentos necesarios que atestigüen sus largos años de trabajo, se habrá de enfrentar, desde la soledad de una motocicleta y la rotundidad de su cuerpo inmenso, a la violenta irrupción de un deseo aletargado que llama a puntuales comunidades de amor, de las que uno sale tan solo y tan libre como cuando entró, si ha sabido inventar en ellas el origen, la guerra y el apocalipsis (las tres formas de todo mundo). Así es como Gérard Depardieu, que solo conocía la forzosa comunidad laboral, folla sin temor con su sobrina retrasada después de masturbar a su hermano o llora con ternura acompañando el desvelo de un desconocido que vive lejos de su hijo.

Louise-Michel (2008) tiene, por su parte, un reverso tenebroso. La protagonista es despedida de su trabajo cuando cierran su fábrica al ser comprada la empresa a la que pertenece. La decisión inmediatamente consensuada con sus compañeras es el asesinato del patrón, el comienzo de una escalada de crímenes que habrá de llegar al máximo responsable de la corporación empresarial. Pronto, el deseo criminal de Louise (llamado por un odio reluciente y puro) se une al loco impulso del mercenario que contrata, Michel, y con el que configura una sociedad asesina en la que se confunden el odio iluminador, el amor creciente y la alegría que va aparejada a una ocupación libremente elegida. Que finalmente Michel sea quien dé a luz a un niño (cuyo sexo, dice el cura, habrán de decidirlo los patrones), y Louise comience a lucir un discreto bigotito, no es sino una última desidentificación que hace más fácil (incluso posible) el triunfo del amor, que supone a un tiempo (y es que son estas a veces expresiones sinónimas) el abandono final de su condición obrera.

Decíamos que hay, sin embargo, algunas tinieblas en su historia. Para eludir toda responsabilidad penal, Michel convence a sujetos aun más desclasados que él y Louise (enfermos terminales, seres de los que ya la sociedad se niega a hacer uso) para que se inmolen. La película parece que acabará apuntalando una lúcida enseñanza: que toda actuación como sujeto de clase (toda actuación social) está condenada a repetir la dominación que se da estructuralmente entre las clases pero que, dada la incomunicación entre estas, tiende a transformarse en violencia efectiva solo entre iguales. O, como lo diría Fin de partida: que cuando todo sentido social se haya disipado pervivirá (entre cada par) la dialéctica amo-esclavo, que siempre estuvo vacía de contenido, pero habitada por hombres y mujeres desconcertados y vidas necias.

Pero Louise y Michel (ya entonces Louise-Michel) saben que la culpa es un concepto contrario a la libertad y al deseo que poco a poco están conquistado, y que solo serán capaces de disiparla encargándose personalmente de la masacre final. Tras ella, bailarán sin más referencias rítmicas que su embriaguez, inspirados por la conciencia de un tiempo del que ya saben cómo sacar provecho y que ahora podrán consagrar al amor (si hubieran conseguido ser un poco menos idiotas, quizá hubieran encontrado ocupaciones más refinadas que el amor y el odio, pero... ¿dónde buscarlas?).

sábado, 14 de julio de 2012

A la mierda el esfuerzo


MGV

El otro día, mientras paseaba por un muelle, me puse a imitar los andares de Michael Corleone en su paseo con Kay a lo largo de una calle arbolada. Michael ha regresado de Italia y, sin avisar, acude a buscarla al trabajo. Durante el camino, él revela haber aceptado formar parte de su familia, pero habla como si no lo hubiera hecho o, más bien, como si no supiera lo que hace. Kay no soporta los eufemismos ni su fingida ignorancia y le confronta la realidad. Michael abandona los rodeos para esgrimir su argumento final: la verdadera ignorancia estaría en pensar que el mundo es peor que su familia.
Pero no quiero desviarme. Lo que me interesa no son los requiebros éticos de la conversación, ni el sinuoso renacer de la historia amorosa sino, precisamente, los andares de Michael. Puedo ponerme paralelista y decir que las medias circunferencias que describen sus piernas son reflejo de las medias palabras con las que pretende deslizar su entrada en el lado oscuro, pudo afirmar también que la variación que suena del vals de Nino Rota abre con unos bucles melancólicos y arrastrados que se enredan en el discurso hipócrita del personaje, pero estaría traicionando lo único de lo que sigo queriendo hablar y que es, sin duda, lo que más me gusta del la trilogía: la manera en la que Al Pacino mueve sus piernas en esta escena, menos interesado en avanzar que mecerse (Vean a partir de 0:40 y recuerden, si gustan, el desenlace de Un profeta).


Entonces fui débil y pensé que el Coppola que habría especificado la distancia a la que el coche debía seguirlos, el mismo Coppola que decidió que el carácter naif de la conversación se encarnaran un extra con cuerpo de niño en bicicleta y su perro, ese mismo Coppola, habría recorrido él mismo minutos antes por ese camino, enseñándole a Pacino exactamente con qué ángulo y qué velocidad debía zarandear sus piernas, y luego habría ordenado repetir la toma hasta la extenuación del actor para conseguir el efecto deseado, como si en el arte existiera una necesaria correlación entre esfuerzo y hallazgo.
Ande yo caliente, ríase la gente.
Nos encanta, como espectadores o lectores, afirmar aquello de que precisamente lo más sencillo, exige un trabajo colosal. Sentenciamos que los diálogos más naturales de una novela, aquellos con una impresión de oralidad más notable, que parecen calcados de la calle, exigieron en realidad horas y horas de notas, apuntes y pulimientos hasta parecer reales. Y supongo que, en ocasiones fue así y, en otras tantas, no. Hubo una vez un escritor orfebre encerrado en su cuarto, encajando y tachando palabras durante meses, pero también hubo un señor que salió a la calle y plantó una grabadora en una mesa de café o, sencillamente, un señor con facilidad para ponerse a encadenar frases sin pensar y que sonaran bien. Este señor, este último, es la madre de todas nuestras pesadillas porque amenaza con hacernos sentir ridículos. ¿Y si una obra maestra apenas exigió esfuerzo, no nos estará tomando el pelo? La velocidad y el tocino, again.
Pero ojo, Mariscal, que una cosa es
una cosa y otra es aliviarse siempre
con cuatro garabatos. 
Duchamp, con su invento del ready-made, aquellos cacharritos que montaba sin ton ni son y que querían ser aestéticos (brillante intento, feliz fracaso), redujeron a cenizas el valor del esfuerzo y la orientación de la voluntad autoral, desestabilizando nuestro esquema de valores, pero hemos conseguido olvidarlos.
Explican los críticos, cuando hablan del cine de José Luis Guerín, que aunque parezca el hombre se ha dejado la cámara encendida en cualquier calle y nos esté cascando por la cara un plano fijo de gente paseando durante dos minutos, en realidad son composiciones cuidadísimas, en las que el director decide qué extra tiene qué pasar por dónde, si en bicicleta o a pie y cada cuánto habrá un donnadie entrando o saliendo de escena. Si ellos lo dicen, será así. Lo que me preocupa es que necesitemos reafirmarnos en que hay un trabajo laborioso detrás, para no sentirnos estafados. Si Guerín pone una cámara a grabar e, improvisando, pone allí a desfilar a un puñado de mindundis y la película le queda maja, chapó.
Y si a Rosales le da por hacer una película con actores no profesionales y sin repetir ni una sola escena, habrá que preocuparse por el resultado, pero no por si Rosales, lo que quiere en realidad es ahorrarse el dinero o escatimarnos esfuerzos.

Rosales hubiera hecho el mundo en un día. Y le sobraban seis.
Eso sí, sería un mundo sin diálogos.

Ningún artista nos debe el sudor de su frente y estará bien que lo emplee solo en la medida en que lo necesita para hacer algo decente. Aflojemos las envidias: los artistas y los funcionarios, cuanto menos trabajen, como todo el mundo, pues mejor para ellos. Por mi parte, estupendo si Pacino improvisó aquel balanceíto tan mono, o si ni siquiera fue consciente de lo que hacía y, desde luego, bravo por los que puedan parir una obra maestra de buenas a primeras, sin haber leído demasiado, en media hora, sin despeinarse y mientras consultaban compulsivamente el estado de su maltrecha economía por internet.

sábado, 7 de julio de 2012

Mad Men caca


Carlos Pott

(Practico hoy un modelo de entrada más breve, acaso también más fresco y juvenil, siguiendo las exigencias de un público -ni fresco ni juvenil- educado en los ajetreos de la revolución industrial.)


¿Conseguirá Manuel eludir las
traiciones de los archivistas?
Thomas Pynchon no pudo.
No sé, ya les digo, lo que ha podido ocurrir con Manuel; hace mucho, como saben (y celebran), que no escribe, pero a mí no me ha dado ninguna explicación, y empiezo a sospechar que ha abandonado el país, quizá alarmado ante mi urgencia por publicar ya de una vez la primera entrega de nuestro videoblog. Él, que imagina su nombre googleado every day all over the world, teme una tal exposición pública. Yo la anhelo, pues la tengo por el primer paso para alcanzar el único objetivo que pudiera hacerme partícipe de alguna praxis: presentar un late night en una televisión generalista.

Además me han despedido del trabajo, simpar victoria (if the victory is pyrrhic, I haven’t won it, que escribió John Ashbery). En pocos días, y aun rumiando la ceniza de mi humillación a manos del mundo real (otra vez él), he recuperado mi soberanía y, gracias a ello, he anulado las preocupaciones que en las largas horas y desvelos que me robaba el afuera me habían hecho más consciente de mi cuerpo, más concernido por mis sufrimientos, más cercano a declarar que tenía intimidad, sentimientos… ¡y que me importaban! Solo la escrupulosa auto-gestión de uno mismo nos libra, como sabía Fray Luis, del amor y la esperanza.

Pero arrastro el signo de tantas servidumbres… Yo también, ¡no solo Europa!, estoy enfermo de mí mismo; o, mejor dicho, soy todo mi bien y, por ello, mi mayor mal… y me dejo guiar por la melancolía que tiene, en materia audiovisual (no descuiden el tema de este blog), un síntoma evidente: ver aquello que uno no quiere ver arrastrado por una idiotez sin nombre; la metodología que impone el seguimiento de series de televisión nos exime de procurarnos nuestras propias disciplinas.

Pero no puedo más, ni un capítulo, ni un minuto más de ese engendro que es Mad men. ¿Cómo he llegado hasta mediada la quinta temporada? No importa; es esa una parte de mi historia personal (del relato épico de mi yo) que es hoy ya inexplicable y brumosa, y es que no todo es vigilia la de los ojos abiertos.

Allá donde esté, Thomas Pynchon
no está viendo Mad men.
Como saben quienes la han visto, la serie es, además de necia y progre, tacaña y morosa y, no obstante, irritantemente enfática. El único motor creativo que parece activado en ella es la puesta en circulación de los signos de los tiempos dentro del doble espacio de relaciones (personales y laborales) de los personajes: los acontecimientos históricos (la serie responde, como si tuvieran un interés de primer orden, a preguntas like: ¿cómo vivieron los individuos de a pie la muerte de Kennedy?, ¿qué aspectos engloba la experiencia del consumo de drogas?, ¿cómo se lleva lo de ser mujer en un mundo de hombres?... Denme el tiro de gracia) y los discursos sociales que son sancionados con una severidad desencajada y risible (aquí ni el racismo, ni el machismo ni el clasismo son bienvenidos), confirmando que no hay una forma más retrógrada (más progre, quiero decir) de juzgar el pasado, que el humanismo (y la posición de victoria moral que garantiza, como mostraron The great dictator o Schindler’s list).

Se acabó, les decía, la convivencia con todas esas psicologías pacatas y elipsis vanidosas; con la soberanía de los atrezzistas (que son los que más se lucen y los que más quieren llamar nuestra atención: ese énfasis estético -la reconstrucción como fin bastardo- es la serie; pero también el énfasis estilístico de sus medias palabras, sus sentimientos soterrados, sus miradas esquivas… todo lo gris y desierto, todo lo banal y pequeño-burgués que hay en el mundo)… Volver a ver Lost, volver a ver Lost… (apunto en la agenda justo antes de tachar aliviado el claustro general del 3 de septiembre).


Él es un lostie.