viernes, 13 de diciembre de 2013

Blue Jasmine, Frances Ha



Carlos Pott

(La severa depuración que he hecho de este mi último texto ha sido, a todas luces, insuficiente, si el fin era hacerlo pasar por algo mínimamente interesante. Es curioso que haya desaparecido tanto de lo que más me gustaba de las dos películas que comento: el retrato de esas sabandijas populacheras y sanchopancescas que rodean a Jasmine en Blue Jasmine, y que están dibujadas con inesperadas sutilezas que asaltan al espectador con la apariencia de lo humano, o la comicidad etérea de Frances Ha, que transita de puntillas planos perfectos.)

Condenado como he sido, por la errancia sentimental de mis contemporáneos, a la irritabilidad y la suspicacia, no siempre me muestro capaz de dar salida a las corrientes de amor que me sustentan. Así es que, viendo en el cine Blue Jasmine, pude combinar mi estado de éxtasis, arrebatado por el genio de Cate Blanchett, con un fastidio altivo provocado por las decisiones narrativas que tomaba su guionista, Woody Allen. Dirán los más ingratos que la estructura en dos tiempos de Blue Jasmine resulta, en efecto, fastidiosa, pues la parte de ella que corresponde al pasado de la protagonista incluye muy escasas rugosidades y, en ocasiones, parece no más que un cuerpo inerte de evidencia (la de la felicidad y riqueza perdidas).

Los duques urdiendo un Clavileño.

Cate Blanchett, en la interpretación más relevante de los últimos quinientos o seiscientos años, hace de Jasmine un personaje tenso y sobre-producido imbuido en un lance terminal de voluntad y en progresiva descomposición moral; abierto en canal hasta la impudicia pero casi del todo ausente e inaccesible, incapaz de rescatar sus impulsos de la paradoja e incapaz también de solicitar piedad a quienes la rodean (y también al espectador, que tiene como deber urgente el amarla, si es que sabe desprenderse de su presumible resentimiento de clase). Pero la opacidad de Jasmine no es mayor que la de cualquier alma desconcertada y penitente, obligada como está a entablar diálogo casi únicamente con su propio pasado.


Una escena montada con los pies, pero con Cate
domando una escalera.

Jasmine se siente consternada en su relación con su “yo” anterior, pues acaso, como aventuró John Locke (al que, como a sus colegas empiristas, la búsqueda del rigor conceptual no impidió el deslizamiento hacia sonadas extravagancias), no haya razón para decir que somos los mismos que los que fuimos en aquellas posturas y circunstancias, ya que, dada la independencia lógica entre el cuerpo y la conciencia, solo la memoria puede garantizar nuestra identidad con
Tú sí que eres un yo.
nosotros mismos (o que los estados pasados de nuestros cuerpos también nos pertenecen), y entonces, ¿puedo decir que soy también "yo" lo que no recuerdo de mí? La simplificación que hace Jasmine de su pasado es consecuencia tanto de un rasgo de simpleza intelectual, como de una forma definitiva de humildad que le lleva a asumir que solo "ella" misma aquí y ahora, sea quien sea el que quiera colocarse al amparo del pronombre, solo “yo” es una maraña de inestabilidad e indeterminación (un caos en miniatura a duras penas recogido por el cuerpo), y todo lo otro es uniforme y certero (incluso lo que “yo” fue: ese otro). Jasmine, sometida al trance de continuar su vida, abierta a lo posible, incapaz de asumir las determinaciones a las que se verá condenada por su carácter (incapaz de reconocer este, ahora que prefiere identificarse con un pasado al que antes que añorar, imagina), se encuentra al otro lado con fantasmas polvorientos que, en ocasiones, se ve obligada a pensar que son ella misma y, en otras, quiere reivindicar como todavía propios sin tener ninguna clave para fundarse en material tan viscoso.
Aunque para todo yo
cae la noche.
Los primeros planos de Jasmine parecen una necesidad impuesta por los inagotables recursos expresivos de Cate Blanchett (como también parece imponer con su control del tempo de las escenas soluciones mucho más secuenciales que las que acostumbra Woody Allen), aunque en el más eminente de todos (la exposición de sus traumas a sus sobrinos pequeños) la incapacidad del director de renunciar a una comicidad primaria y a un estilo inofensivo le lleve a contrapuntear el rostro de Jasmine con el desconcierto de los niños.


Muy distinto a este primer plano es, pues, el que prepara Noah Baumbach para Greta Gerwig en la beatífica Frances Ha, donde el director ha alcanzado un virtuosismo que seguro será invisible para muchos. Que Greta Gerwig sea, quizás, una actriz menos dotada que Cate Blanchett (pero, después de empalmar Greenberg, Damsels in Distress y esta Frances Ha, mi persona favorita en todo el mundo) es un asunto menor a la hora de valorar los resultados de su trabajo. 



En una cena nefasta con amigos de segundo grado y donde solo ella parece comprometida con la producción y gestión de los temas (porque podemos decir, ya sin miedo a equivocarnos, que todos habéis descuidado todo lo que importa), Frances empieza a recorrer durante un breve monólogo en primer plano el camino que está reservado a cualquiera al que se le concede la posibilidad de responder a una pregunta durante más de dos o tres minutos; camino que pasa por la contradicción primero para, poco a poco, describir el perfil de una conducta perfectamente esquizoide. Cuando, al ser escuchados, nos convertimos en sujetos reales puestos en escena, revelamos nuestra insoslayable demencia. La entrevista (que es el modelo dialógico que subyace a estos dos primeros planos) es solo la versión extrema de la extorsión a la que nos somete la vida junto a los otros, que solo puede ser sobrevivida escudándose en la vanidad o entregándose a una servidumbre voluntaria. En la soledad, en cambio, el “yo” puede entregarse al apartamiento de sí, a la inconsciencia y la irrealidad.


No hay nada que pueda condenarnos de una forma más inmediata a los pecados más inmundos que la necesidad de construirnos para los demás porque, hasta entonces, toda la seguridad que teníamos de nuestro “yo” provenía de una vulgar tiranía de la enunciación y de una facultad tan esquiva como la memoria (el particular martirio de Jasmine), pero entonces, lanzados al vacío de estar solos entre los otros, cometemos los errores de los que luego tendremos que dar cuenta sin acertar a reconocernos en ellos. Por eso, hay algo que me entristece sobremanera en la evolución de Frances: es doloroso (y con ello quiero decir: obstruye mi delirante deseo de reconocimiento) que el personaje haga cada vez menos ruido, parezca sosegar la disonancia de su espíritu con el de quienes la rodean, y parezca poder colocarse sin extrañeza en sensatos planos generales como los tres o cuatro en los que saca adelante sus proyectos soñados como bailarina y que sirven de preludio al cierre de la película.


Hasta entonces, ya casi al final, hasta que Frances es dada a la felicidad de la aceptación socio-económica, y robada de mis manos, refrescada de mi fiebre, Frances era una inconstancia, y solo un sujeto en virtud de sus vicios expresivos, sus ligeras contorsiones (unos movimientos cuya desidia no resta precisión), su adorable tendencia a arrepentirse de sus chistes y explicarlos (como si eso no fuera a ponerlos aun más en primer plano), y su vivencia humilde de la hostilidad de los territorios (y todos lo son, excepto el hogar familiar en Sacramento durante una Navidad en que yo fui mucho más feliz que en cualquiera de las mías). Como también ocurre con la Adèle de La vie d’Adèle (probablemente nunca fue mayor la distancia entre la excelencia de una obra y el grado de desahucio intelectual de su protagonista), Frances es un trozo de simpleza e irrealidad, un centro de percepción al que todo, menos ella, parece definitivo.

jueves, 4 de julio de 2013

Before Midnight (detengan a esa loca)



Carlos Pott

A Miguel Gómez, mientras espero para llevarle al cine.

(A Carmen Chacón, causa habitual de mi alegría, le va a costar, de aquí a unos días, negar más de lo acostumbrado su condición femenina. Para ella inauguro esta sección, aunque sea quizá de entre todas las de este blog de la que menos tiene que aprender, pues viene resolviendo los atolladeros de ser mujer -que a todas nos afectan de algún modo- con bastante más soltura que muchas que yo me sé).
Jesse (Ethan Hawke) y Céline (Julie Delpy).
Ella es MUY MALA.
Tanta fue la consternación que me produjo la escena final de Before Midnight (Richard Linklater, 2013), que corrí a buscar en la prensa internacional si alguien había visto la misma película que yo, y había vivido con la misma angustia el censurable comportamiento de su protagonista femenina. Resultó que los cronistas de la más variada catadura se limitaban a constatar la dureza de los diálogos en el hotel y describían un feroz intercambio de resentimientos entre los dos, como si no fuera solo ella la que se comporta como una energúmena. 

Con una elegancia de la que yo no podría participar (no hoy), solo A.O. Scott (NYTimes) hace una reflexión cumplida acerca de las muy diferentes posiciones discursivas de cada uno, y apunta a un condicionamiento genérico (brutalmente soslayado por el resto) de las mismas:

La va a liar.
“Celine’s anger — a general feminist impatience with men and a particular resentment of Jesse’s self-absorption — is both thrilling and shocking. Jesse’s dreamy intellectualism can be appealing, but you can also see how his complacency provokes Celine's rage."

Estas frases, ciertamente elusivas, mantienen un mínimo de responsabilidad, frente a la cobardía del resto de críticos, a la hora de valorar la distribución de roles de género que la película tiene en su centro. Que la sutileza del crítico sirva de trampolín a mis propósitos: demostrar que Céline es una zorra irredimible, y Jesse una víctima de su deshonestidad discursiva; o, dicho de otra forma, juzgar moralmente a los personajes, cual si yo fuera ese amigo dieciochesco que ustedes esperaban. Vean como el crítico ya anuncia, amedrentado, la descompensación que refiero: ¿cómo la complacencia –que es tan solo una afección del alma– puede provocar la rabia de otro alguien? Y, sobre todo, ¿cómo es eso de que en el origen de una tal rabia se entrevere la preocupación por una política universal (el feminismo) con una economía afectiva particular (la pareja)? ¿Con qué extraño animal discute Jesse?
En la jaula con la bestia.
La película no tarda mucho en darme la razón en mi focalización temática. Así, véase, durante las escenas en la campiña griega:

1) La distribución simbólica de los espacios: los hombres descansan fuera mientras Jesse les cuenta, con petulancia, las claves de su próxima novela (de mierda). Las mujeres, dentro de la casa, preparan la comida;

2) la anécdota que refiere una vieja lamentable, amiga del anfitrión, sobre la reacción primera de hombres y mujeres al despertar de un coma: ellos comprueban que conservan el pene, ellas preguntan por toda su familia.

La larga escena de la comida contiene no pocos elementos impúdicos (la invocación a Rohmer), agradables (la solvencia de los actores) y bochornosos (el nivel de estupidez de los comentarios), y determina con solidez el espacio moral en el que la discusión final en el hotel puede adquirir todo su significado. Entre risas y veras, las mujeres perfilan un punzante retrato del hombre que solo sirve, una vez más, para ridiculizarlas: un hombre al que incluso la inteligencia animaliza, pues queda encallada entre sus dos únicas pulsiones: la vanidad y el falocentrismo. A este dibujo lo inspira igualmente aquella rabia avasalladora, incapaz de aceptar la intimidad del otro (el caudillismo matrimonial), y, en el caso de Céline, un engreimiento estridente que se evidencia en el menosprecio exhibicionista de la actividad intelectual de su marido.

El personaje de Jesse podría, en efecto, encajar en el más devaluado de los clichés: es pueril, egocéntrico y algo desconsiderado (atributos que, seamos francos, no comprometen la dignidad de nadie). Pero, si la vanidad es uno de las acusaciones principales de Céline es, antes, una de las faltas capitales de ella. La discusión en el hotel se origina porque Céline acusa a Jesse, afligido tras despedir al hijo que tuvo de su primer matrimonio después de un verano juntos, de estar planeando una nueva vida en Chicago para vivir más cerca del niño. A Céline, que ha sido propuesta para un ascenso en París, le parece un gesto de palmario egoísmo que Jesse no tenga en cuenta su realización laboral, instalándose en una mística inmunda y perversa (el éxito social), cuya relevancia personal no tiene dudas en fundar en la discriminación histórica de la mujer. Jesse, por cierto, no ha propuesto nada.


La acusación precoz, que pretende acelerar las decisiones del matrimonio y lanzarlo al abismo de una crisis que solo ella intuye (y al intuir, describe y genera), proviene de algo que, en el ámbito de los agonistas shakespearianos (Macbeth, Hamlet o Iago), podría describirse como una imaginación proléptica y creadora, y que es, en sentido lato, lo que llamamos psicosis. Y, cuando se presenta bajo la forma de la enfermedad, es penosa y digna de conmiseración, pero cuando hay quien la quiere convertir en un arma de abuso y control, y quiere con ella condicionar las decisiones del otro, es una fuerza proveniente del corazón de Satán. Hablar aquí de la pasivo-agresividad de Jesse para problematizar la postura de quien, como él, procura no dejarse arrastrar por una escalada de los extremos que solo funciona para uno de las partes sería una muestra de condescendencia para con Céline que mis feministas favoritas (Mary Wollstonecraft y John Stuart Mill) nunca me perdonarían.

Y la tercera...
¡LA SEÑORA BANKS!
Por supuesto, a Céline no le basta con la indecencia de cambiar, cuando le parece, los términos de la discusión para emitir enunciados en cuanto sujeto histórico. También, por ejemplo, niega el derecho de su marido a priorizar el cuidado y la responsabilidad familiar (derecho que él ni siquiera ha demandado: acaso ella se adelante porque tiene miedo de perder su primacía moral también en este ámbito; y es que la vanidad de Céline es un monstruo insaciable), pero a la vez exige que su valor diferencial en la familia venga dado por su excedente de responsabilidad con respecto a las hijas que tienen en común. Este, en principio, se justifica por las puntuales ausencias laborales de Jesse, pero Céline ansía más: un reconocimiento ciego en virtud de una fuerza oculta, la maternidad, que conlleva angustias y seísmos desconocidos por el varón. Él apenas puede (ni debe) gastar tiempo en explicarle que, quizás (y, desde luego, basta con que no pueda llegar a ser probado para que él se sienta en posesión de esta verdad), su expresión de esa angustia sea diferente, o que esa angustia no es atributo del que presumir.

Nada vale ya, ningún enunciado, para quien pretende razonar pero se niega a ser partícipe de ninguna legalidad discursiva (y ni siquiera respeta el turno de palabra). Este paso, forzarle a él a hacerse cargo de una telúrica mitología de lo femenino que probablemente vio reforzada con los libros que leyó durante el embarazo, sería suficiente para que despreciáramos con autoridad a esta tiparraca, pero la larga discusión es ducha en bajezas. No quiero hacer sangre, pero estamos hablando de alguien que detiene el curso natural del diálogo para tildar de simples los modos de satisfacción sexual de su pareja (a ella le solivianta que en sus libros parezca otra cosa; y es que resulta que esta señora tampoco sabe leer). Si alguna de ustedes, de entre las más infames de las mujeres, sintió alguna identificación festiva con este lance le aconsejo que, a modo de penitencia, se extirpe el clítoris esta misma tarde.

Como ven, no estaría lejos de afirmar que esta película, en su nítida dificultad, es digna de admiración, pero ha de ser salvada ideológicamente antes de poder lanzarnos a sus brazos. En mi caso, solo podré hacerlo si entiendo que se trata de una descarnada exploración de la indecencia discursiva de una mujer moralmente abyecta, incapaz de tener una relación mínimamente honesta con el lenguaje. Pero si la película trata, como he visto analizar con casi total unanimidad, de las dificultades de una pareja de mediana edad; si las sinrazones de Céline valen tanto como la prudencia de Jesse y su deseo de dormir tranquilo, entonces ya me convenceré de que al mundo le rige la más vil sofistería, y solo podré pedirles que no cuenten conmigo para este siglo.


miércoles, 19 de junio de 2013

Garci da la campaná



Carlos Pott

(Esta sección se ideó para aquellos posts escritos al calor de la actualidad, de ahí el título, porque, ¿qué es el presente si no una llamada imperiosa al entusiasmo? José Luis Garci ha dejado caer en una entrevista para jotdown que no tiene intención de volver a dirigir: una retirada que dice comunicar "con nostalgia jubilosa". Y yo he pensado mucho desde ayer en la alegría y la muerte, y la necesidad de recomendarles que las dejen juntas, bien amarradas en el fondo de su corazón).
"Adiós, vida, loca embaucadora".
José Luis Garci dice que no hará más cine, deteniendo con violencia impía su camino hacia el cenit del estilo, que se da siempre como la revelación de su más extrema tosquedad. Acaso podamos soñar con su regreso cuando, ejercidas ya todas las clausuras que nos dejan a merced de la muerte (muerto ya, pero festivo), decida ponerlo, él también, todo patas arriba, suba aun más el volumen de los pajaritos canoros y se acune con mayor brío en las hueras razones de unos personajes siempre aquejados de la más montaraz melancolía. Pero ese cine quizás solo pueda llegar si Garci se cansa de esperar morir, para lo que yo ya voy poniendo velas a los santos más benévolos.

Too young, too alive.
Eso es lo que entiendo que le pasó a Manoel de Oliveira, quien debería ser el modelo para el regreso de un Garci octogenario que hubiera descubierto ya la alegría pura y redonda del que vuelve de entre los muertos, y que supiera que el lenguaje (cualquiera) es una dádiva y, como tal, solo debería ser usado para el festejo.

Chaleco.
Ya saben, lo habrán aprendido de sus ancianos más próximos, que para el que no teme a la muerte el lenguaje se vuelve procaz y desvergonzado, como siempre fue promiscuo y barroco: siempre retorciéndose para ocultar, altivo, su propia incapacidad para referirse al acontecimiento (porque este es irreductible y, así, inexpresable). El que no sabe que a la muerte se la esquiva con el estilo y se la recibe con gozo y ceremonia, acabará muriendo por clausuras (muy pequeñito), entristecido y mudo.

Hay que ser muy cenizo para hacer una película sobre la muerte (o, en su defecto, una película muerta: de compostura amortajada, como las obras maestras de José Luis) y que no le salga a uno una pequeña fiesta. Porque, ¿cómo va uno a hablar de la muerte si no es por un desvío, una explosión de lo inesperado, una irreverencia de la expresión? Aquello que no se puede nombrar aparece solo bajo la forma del ritual, que lo lleva al lenguaje y a su profusión infinita: a la preeminencia del estilo y el asombro. 

Véase la gloriosa O estranho caso de Angélica (2010), que Oliveira rodó a los 102 años, donde los manierismos estilísticos (el provocador quietismo) y las imprudentes aventuras formales (el vuelo sobre Peso da Régua de la difunta Angélica y su enamorado) están al servicio de una felicidad secreta (un deseo humilde y voraz de lo desconocido) que el espectador sensato solo puede ver con un extático sentimiento de culpa: ¿sabré yo también sumirme alegre en la que es, de entre todas las circunstancias, la más alegre –porque en su negritud total es la más dúctil, porque se me ha de permitir bailar allí más de un charlestón?, ¿puedo seguir soportando por más tiempo esta juventud inagotable en la que casi no se me deja festejar nada, en la que mi lenguaje está sometido a mil y una prohibiciones que atan en corto su impulso hacia la extravagancia? 

Senilidad, ¡dame el nombre errante de las cosas!

sábado, 8 de junio de 2013

La familia, Dios y la esperanza (sobre Arnaud Desplechin)



Carlos Pott

("¡Por fin!", se dirán, lectores, al ver el título de esta sección, nueva y no poco luminosa, que les presento. Y se dirán bien: aquí van a aprenderlo casi todo de la mismísima compostura de sus propias entrañas; así que no pierdan ripio. Hoy no solo hablo, a través de la obra de Arnaud Desplechin -queridísima por mí-, de los temas que confiesa el título, también les ofrezco una lectura bastante ajustada de la historia del teatro y les presento... ¡a mi propia familia!).


El chándal de mi padre (principalmente).
La familia, el espacio de la funcionalidad y de la asignación de roles, lo es también de su error mecánico. Aunque sus corrupciones suelen ser internas, la familia (su irreductible núcleo móvil) sueña con confirmar que su mal viene de afuera, como la voz que acosa al loco. Y el terror, claro, nace en el alma. Esta estructura neurótica es la explicación última de dos constructos contemporáneos: el teatro burgués y el psicoanálisis, donde el afuera, identificado por error como el espacio de lo disfuncional, amenaza el adentro, lo enclaustra (en la neurosis o en la casa diseñada sobre el escenario) y hace del principio de realidad una certeza inestable y de las relaciones de amor una prisión.



¡Quién pillara una leucemia, si así
pudiera aplacar esta amenaza
de calvicie!
Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008), de Arnaud Desplechin, trata la historia de una familia que se enfrenta a la corrupción de su sangre: una leucemia con alto componente hereditario, que funciona a un tiempo como metáfora (y así la tratan los personajes en su exquisita formación clásica) y como certeza escatológica. Donde hay familia habrá desastre, la oclusión del contenido lúdico de la representación (por eso el pato Donald tenía sobrinos, y no hijos) y la repetición incesante de un modelo de posturas enquistadas y rivalidades. Los órdenes estructurales familiares son su propio simulacro, y el teatro burgués que los tiene en su centro transita un camino que conduce a la parálisis y aleja del juego de la representación (y sus desdoblamientos barrocos): quienes actúan son los personajes y la familia es ya la obra.

LE THÉÂTRE!
A la familia es difícil pedirle alguna trascendencia en los valores. Esta es una de las formas (y todas ellas son escurridizas e inciertas) en que puede describirse la pérdida del espíritu trágico (o la impertinencia progresiva de sus temas). El canon clásico se inserta en un espacio moral de desconcierto y creciente agnosticismo donde empieza a ensordecer el ominoso silencio de los dioses, y donde el eco de sus acciones revelan a los hombres su superioridad moral sobre aquellos. Por eso Antígona, que no está poseída por los dioses ni tiene ningún conocimiento infuso de su voluntad, decide al enterrar a su hermano, en contra de las leyes civiles, actuar en consideración a los valores que siente en armonía con su propio ámbito familiar, con su comunidad de amor. 

En la era del melodrama, parece imposible concebir a la familia como una esfera de protección moral; antes bien, en sus escenarios se suspende todo aquello que se ha construido afuera para obligar a cada miembro a una representación vieja y ajena que concede muy pocas alegrías y muy parciales libertades. La familia es en el teatro contemporáneo lo que fueron los dioses para el teatro clásico: el referente en proceso de desahucio; es también lo que obliga a los personajes a asumir el alcance de su fortaleza moral al convertir sus intenciones y objetivos (su razón, inútil en Navidad) en destino y fatalidad (en sangre contaminada).


Información subliminal:
August Strindberg y sus tres hijos.

Volvamos a Un cuento de Navidad y a su planteamiento escénico: una familia obligada a compartir algunos días por los caprichos del calendario que anda, además, enredada en ver quién de los hijos es compatible para el trasplante de médula que necesita la matriarca. Aquella casa es, por supuesto, el purgatorio. Hablando de las viejas faltas, los burgueses de diverso pelaje que han poblado el teatro desde el siglo XVIII, se instalan en un estado de vagancia que debe de ser muy parecido al de quienes, ociosos, esperan la benevolencia del Juicio Final. La vagancia, la que inauguran Lear y el bufón perdidos en el bosque (que en la época isabelina era un escenario vacío), es el estado espiritual en que se encallaría luego el teatro burgués, y se contagió a un diálogo laberíntico que, en su híper-expresividad emocional, no dice nada, y a una razón que, cuando se enfrenta a las determinaciones atávicas de la representación familiar y su inmovilidad, descarrila.



También es la vagancia lo que hace que parezcan llenos de contenido enunciados huecos. Básicamente dos: “te quiero” y “te odio”. De estos están superpobladas las películas de Desplechin. Un cuento de Navidad retrata el repudio de la madre (Catherine Deneuve) por uno de sus hijos (Mathieu Amalric), y el desprecio aterrado de la hermana mayor (Anne Consigny) que exigió el destierro de aquel a cambio de ayudar a resolver un caso judicial (trueque que todos aceptaron sin dudarlo). El dibujo de estas tensiones es de una intensidad abrumadora, pero no está explicado en sus causas. Desplechin cifra todo ese contenido en una carta perdida que el propio hermano que hubo de escribirla no recuerda, y que la hermana se niega a explicar, aun cuando el terror ante la figura del aquel sea casi el único tema del que habla (“Es terriblemente previsible, como el mal”, “Él es, físicamente, la enfermedad”). Ese odio también será referido por la madre con una dulzura siniestra que es la particular obra maestra que rubrica aquí la Deneuve.

¡Marchando dos polonios!

Arnaud Desplechin rechaza la pretensión de que el cine represente el alma de los personajes: prefiere que sea dicha. El alma de sus personajes es especulativa, y ellos mismos trabajan por su interpretación que es, a un tiempo, un proceso de construcción (y, en ocasiones, una voluntad de transformación). Se trata de una decisión estética que está tan cerca de un cálido y acogedor existencialismo humanista (dar a cada uno posesión sobre lo que es) como de la sátira de costumbres burguesas, pues su verbosidad viene dada por su condición social y por su participación de un cierto lenguaje aprendido forzosamente y que solo da salida a los problemas que, al nombrar, inventa. 

Las películas de Desplechin vibran en tanta tensión creativa, son tan abiertas y móviles, como requiere la ansiedad expresiva de sus personajes. Este es uno de los aspectos que, de forma definitiva, ligan su cine con la tradición teatral: los espacios propuestos no
La Devos marcándose una de las dos o tres 
mejores interpretaciones femeninas de la historia.
TE LO JURO.
están elegidos atendiendo a ningún principio de restricción, pero tienen la capacidad de caer de forma inmediata del lado de lo simbólico. En Reyes y reina (Rois et reine, 2004), Nora Cotterelle, a la que una Emmanuelle Devos abrasiva pone en contacto directo y simultáneo con el cielo y con el infierno, le cuenta, en una larga escena, al padre muerto de su hijo, las penas a las que le condujo lo que luego se perfilará como un suicidio inducido por ella (en otro cuadro tenebroso que parece transcurrir en el bosque de Lear: “envenenas mis oídos”, le dice él). Por su parte, su padre, al que un cáncer matará en diez días, revela, leyendo frente a la cámara una carta sin destinatario (otra vez como objeto dramático en bruto), sus sentimientos volcánicos por su hija al tiempo que establece la genealogía de su carácter y explica cómo su ternura mutó en orgullo y, finalmente, en agresividad e insolencia, transformando la textura del relato: “No soporto que me sobrevivas. Quisiera que murieras en mi lugar para así tener tiempo de perdonarte”.





Los personajes del cine de Desplechin son, como se ve, inteligentes, pero también solipsistas y petardos. Todos mantienen, de forma sospechosamente simétrica, una característica común, no tan habitual en los seres humanos fuera de la escena: pueden hablar con descarnada verdad de los sinuosidades de sus almas. Y, aunque un poco
Mathieu descubriendo que su sueño era tan solo la
dramatización de un problema de traducción de un
verso de Yeats, o: EL HOMBRE AL QUE AMO.
repelente, es desolador y muy bello ver confesar al personaje de Anne Consigny su incapacidad para reponerse de la tristeza (la misma que denuncia su hermano repudiado frente al sobrino “loco y gilipollas” –según la propia definición de aquel: “Crees que estás triste por tu enfermedad. Pero fue tu madre quien te concibió en la tristeza”) y verla hundirse en sus razonamientos emponzoñados que le llevan a preferir que sea su propio hijo (el único otro miembro compatible) el donante de la abuela, a pesar del riesgo que conlleva, porque teme que a su hermano se le vaya a conceder el perdón si es él quien lo hace.
"Frecuentamos el dolor porque queremos/como
pudiéramos frecuentar el parque",
le hubiera dicho Gloria Fuertes a Elizabeth.
Quizá les sorprenda a estas alturas que les diga que a estas dos películas que nombro las recorre una insólita esperanza, y que esta no siempre pasa por que los personajes se maquillen el alma a espaldas de las estrecheces performativas a las que obliga la familia (aunque sí, como mínimo, por refundarlas). “Tout sera réparé” es la frase con la que Elizabeh cierra Un cuento de Navidad. Y así será, aunque para ello, como Bastian en La historia interminable, haya que cruzar tres veces el horizonte.