miércoles, 19 de junio de 2013

Garci da la campaná



Carlos Pott

(Esta sección se ideó para aquellos posts escritos al calor de la actualidad, de ahí el título, porque, ¿qué es el presente si no una llamada imperiosa al entusiasmo? José Luis Garci ha dejado caer en una entrevista para jotdown que no tiene intención de volver a dirigir: una retirada que dice comunicar "con nostalgia jubilosa". Y yo he pensado mucho desde ayer en la alegría y la muerte, y la necesidad de recomendarles que las dejen juntas, bien amarradas en el fondo de su corazón).
"Adiós, vida, loca embaucadora".
José Luis Garci dice que no hará más cine, deteniendo con violencia impía su camino hacia el cenit del estilo, que se da siempre como la revelación de su más extrema tosquedad. Acaso podamos soñar con su regreso cuando, ejercidas ya todas las clausuras que nos dejan a merced de la muerte (muerto ya, pero festivo), decida ponerlo, él también, todo patas arriba, suba aun más el volumen de los pajaritos canoros y se acune con mayor brío en las hueras razones de unos personajes siempre aquejados de la más montaraz melancolía. Pero ese cine quizás solo pueda llegar si Garci se cansa de esperar morir, para lo que yo ya voy poniendo velas a los santos más benévolos.

Too young, too alive.
Eso es lo que entiendo que le pasó a Manoel de Oliveira, quien debería ser el modelo para el regreso de un Garci octogenario que hubiera descubierto ya la alegría pura y redonda del que vuelve de entre los muertos, y que supiera que el lenguaje (cualquiera) es una dádiva y, como tal, solo debería ser usado para el festejo.

Chaleco.
Ya saben, lo habrán aprendido de sus ancianos más próximos, que para el que no teme a la muerte el lenguaje se vuelve procaz y desvergonzado, como siempre fue promiscuo y barroco: siempre retorciéndose para ocultar, altivo, su propia incapacidad para referirse al acontecimiento (porque este es irreductible y, así, inexpresable). El que no sabe que a la muerte se la esquiva con el estilo y se la recibe con gozo y ceremonia, acabará muriendo por clausuras (muy pequeñito), entristecido y mudo.

Hay que ser muy cenizo para hacer una película sobre la muerte (o, en su defecto, una película muerta: de compostura amortajada, como las obras maestras de José Luis) y que no le salga a uno una pequeña fiesta. Porque, ¿cómo va uno a hablar de la muerte si no es por un desvío, una explosión de lo inesperado, una irreverencia de la expresión? Aquello que no se puede nombrar aparece solo bajo la forma del ritual, que lo lleva al lenguaje y a su profusión infinita: a la preeminencia del estilo y el asombro. 

Véase la gloriosa O estranho caso de Angélica (2010), que Oliveira rodó a los 102 años, donde los manierismos estilísticos (el provocador quietismo) y las imprudentes aventuras formales (el vuelo sobre Peso da Régua de la difunta Angélica y su enamorado) están al servicio de una felicidad secreta (un deseo humilde y voraz de lo desconocido) que el espectador sensato solo puede ver con un extático sentimiento de culpa: ¿sabré yo también sumirme alegre en la que es, de entre todas las circunstancias, la más alegre –porque en su negritud total es la más dúctil, porque se me ha de permitir bailar allí más de un charlestón?, ¿puedo seguir soportando por más tiempo esta juventud inagotable en la que casi no se me deja festejar nada, en la que mi lenguaje está sometido a mil y una prohibiciones que atan en corto su impulso hacia la extravagancia? 

Senilidad, ¡dame el nombre errante de las cosas!

sábado, 8 de junio de 2013

La familia, Dios y la esperanza (sobre Arnaud Desplechin)



Carlos Pott

("¡Por fin!", se dirán, lectores, al ver el título de esta sección, nueva y no poco luminosa, que les presento. Y se dirán bien: aquí van a aprenderlo casi todo de la mismísima compostura de sus propias entrañas; así que no pierdan ripio. Hoy no solo hablo, a través de la obra de Arnaud Desplechin -queridísima por mí-, de los temas que confiesa el título, también les ofrezco una lectura bastante ajustada de la historia del teatro y les presento... ¡a mi propia familia!).


El chándal de mi padre (principalmente).
La familia, el espacio de la funcionalidad y de la asignación de roles, lo es también de su error mecánico. Aunque sus corrupciones suelen ser internas, la familia (su irreductible núcleo móvil) sueña con confirmar que su mal viene de afuera, como la voz que acosa al loco. Y el terror, claro, nace en el alma. Esta estructura neurótica es la explicación última de dos constructos contemporáneos: el teatro burgués y el psicoanálisis, donde el afuera, identificado por error como el espacio de lo disfuncional, amenaza el adentro, lo enclaustra (en la neurosis o en la casa diseñada sobre el escenario) y hace del principio de realidad una certeza inestable y de las relaciones de amor una prisión.



¡Quién pillara una leucemia, si así
pudiera aplacar esta amenaza
de calvicie!
Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008), de Arnaud Desplechin, trata la historia de una familia que se enfrenta a la corrupción de su sangre: una leucemia con alto componente hereditario, que funciona a un tiempo como metáfora (y así la tratan los personajes en su exquisita formación clásica) y como certeza escatológica. Donde hay familia habrá desastre, la oclusión del contenido lúdico de la representación (por eso el pato Donald tenía sobrinos, y no hijos) y la repetición incesante de un modelo de posturas enquistadas y rivalidades. Los órdenes estructurales familiares son su propio simulacro, y el teatro burgués que los tiene en su centro transita un camino que conduce a la parálisis y aleja del juego de la representación (y sus desdoblamientos barrocos): quienes actúan son los personajes y la familia es ya la obra.

LE THÉÂTRE!
A la familia es difícil pedirle alguna trascendencia en los valores. Esta es una de las formas (y todas ellas son escurridizas e inciertas) en que puede describirse la pérdida del espíritu trágico (o la impertinencia progresiva de sus temas). El canon clásico se inserta en un espacio moral de desconcierto y creciente agnosticismo donde empieza a ensordecer el ominoso silencio de los dioses, y donde el eco de sus acciones revelan a los hombres su superioridad moral sobre aquellos. Por eso Antígona, que no está poseída por los dioses ni tiene ningún conocimiento infuso de su voluntad, decide al enterrar a su hermano, en contra de las leyes civiles, actuar en consideración a los valores que siente en armonía con su propio ámbito familiar, con su comunidad de amor. 

En la era del melodrama, parece imposible concebir a la familia como una esfera de protección moral; antes bien, en sus escenarios se suspende todo aquello que se ha construido afuera para obligar a cada miembro a una representación vieja y ajena que concede muy pocas alegrías y muy parciales libertades. La familia es en el teatro contemporáneo lo que fueron los dioses para el teatro clásico: el referente en proceso de desahucio; es también lo que obliga a los personajes a asumir el alcance de su fortaleza moral al convertir sus intenciones y objetivos (su razón, inútil en Navidad) en destino y fatalidad (en sangre contaminada).


Información subliminal:
August Strindberg y sus tres hijos.

Volvamos a Un cuento de Navidad y a su planteamiento escénico: una familia obligada a compartir algunos días por los caprichos del calendario que anda, además, enredada en ver quién de los hijos es compatible para el trasplante de médula que necesita la matriarca. Aquella casa es, por supuesto, el purgatorio. Hablando de las viejas faltas, los burgueses de diverso pelaje que han poblado el teatro desde el siglo XVIII, se instalan en un estado de vagancia que debe de ser muy parecido al de quienes, ociosos, esperan la benevolencia del Juicio Final. La vagancia, la que inauguran Lear y el bufón perdidos en el bosque (que en la época isabelina era un escenario vacío), es el estado espiritual en que se encallaría luego el teatro burgués, y se contagió a un diálogo laberíntico que, en su híper-expresividad emocional, no dice nada, y a una razón que, cuando se enfrenta a las determinaciones atávicas de la representación familiar y su inmovilidad, descarrila.



También es la vagancia lo que hace que parezcan llenos de contenido enunciados huecos. Básicamente dos: “te quiero” y “te odio”. De estos están superpobladas las películas de Desplechin. Un cuento de Navidad retrata el repudio de la madre (Catherine Deneuve) por uno de sus hijos (Mathieu Amalric), y el desprecio aterrado de la hermana mayor (Anne Consigny) que exigió el destierro de aquel a cambio de ayudar a resolver un caso judicial (trueque que todos aceptaron sin dudarlo). El dibujo de estas tensiones es de una intensidad abrumadora, pero no está explicado en sus causas. Desplechin cifra todo ese contenido en una carta perdida que el propio hermano que hubo de escribirla no recuerda, y que la hermana se niega a explicar, aun cuando el terror ante la figura del aquel sea casi el único tema del que habla (“Es terriblemente previsible, como el mal”, “Él es, físicamente, la enfermedad”). Ese odio también será referido por la madre con una dulzura siniestra que es la particular obra maestra que rubrica aquí la Deneuve.

¡Marchando dos polonios!

Arnaud Desplechin rechaza la pretensión de que el cine represente el alma de los personajes: prefiere que sea dicha. El alma de sus personajes es especulativa, y ellos mismos trabajan por su interpretación que es, a un tiempo, un proceso de construcción (y, en ocasiones, una voluntad de transformación). Se trata de una decisión estética que está tan cerca de un cálido y acogedor existencialismo humanista (dar a cada uno posesión sobre lo que es) como de la sátira de costumbres burguesas, pues su verbosidad viene dada por su condición social y por su participación de un cierto lenguaje aprendido forzosamente y que solo da salida a los problemas que, al nombrar, inventa. 

Las películas de Desplechin vibran en tanta tensión creativa, son tan abiertas y móviles, como requiere la ansiedad expresiva de sus personajes. Este es uno de los aspectos que, de forma definitiva, ligan su cine con la tradición teatral: los espacios propuestos no
La Devos marcándose una de las dos o tres 
mejores interpretaciones femeninas de la historia.
TE LO JURO.
están elegidos atendiendo a ningún principio de restricción, pero tienen la capacidad de caer de forma inmediata del lado de lo simbólico. En Reyes y reina (Rois et reine, 2004), Nora Cotterelle, a la que una Emmanuelle Devos abrasiva pone en contacto directo y simultáneo con el cielo y con el infierno, le cuenta, en una larga escena, al padre muerto de su hijo, las penas a las que le condujo lo que luego se perfilará como un suicidio inducido por ella (en otro cuadro tenebroso que parece transcurrir en el bosque de Lear: “envenenas mis oídos”, le dice él). Por su parte, su padre, al que un cáncer matará en diez días, revela, leyendo frente a la cámara una carta sin destinatario (otra vez como objeto dramático en bruto), sus sentimientos volcánicos por su hija al tiempo que establece la genealogía de su carácter y explica cómo su ternura mutó en orgullo y, finalmente, en agresividad e insolencia, transformando la textura del relato: “No soporto que me sobrevivas. Quisiera que murieras en mi lugar para así tener tiempo de perdonarte”.





Los personajes del cine de Desplechin son, como se ve, inteligentes, pero también solipsistas y petardos. Todos mantienen, de forma sospechosamente simétrica, una característica común, no tan habitual en los seres humanos fuera de la escena: pueden hablar con descarnada verdad de los sinuosidades de sus almas. Y, aunque un poco
Mathieu descubriendo que su sueño era tan solo la
dramatización de un problema de traducción de un
verso de Yeats, o: EL HOMBRE AL QUE AMO.
repelente, es desolador y muy bello ver confesar al personaje de Anne Consigny su incapacidad para reponerse de la tristeza (la misma que denuncia su hermano repudiado frente al sobrino “loco y gilipollas” –según la propia definición de aquel: “Crees que estás triste por tu enfermedad. Pero fue tu madre quien te concibió en la tristeza”) y verla hundirse en sus razonamientos emponzoñados que le llevan a preferir que sea su propio hijo (el único otro miembro compatible) el donante de la abuela, a pesar del riesgo que conlleva, porque teme que a su hermano se le vaya a conceder el perdón si es él quien lo hace.
"Frecuentamos el dolor porque queremos/como
pudiéramos frecuentar el parque",
le hubiera dicho Gloria Fuertes a Elizabeth.
Quizá les sorprenda a estas alturas que les diga que a estas dos películas que nombro las recorre una insólita esperanza, y que esta no siempre pasa por que los personajes se maquillen el alma a espaldas de las estrecheces performativas a las que obliga la familia (aunque sí, como mínimo, por refundarlas). “Tout sera réparé” es la frase con la que Elizabeh cierra Un cuento de Navidad. Y así será, aunque para ello, como Bastian en La historia interminable, haya que cruzar tres veces el horizonte.