lunes, 7 de julio de 2014

Amor y democracia (según Lars von Trier)



Carlos Pott

(Quizás me apresure, pero intuyo que pudiera haber llegado el momento de empezar a hablar de Nymph()maniac, otra película de Lars von Trier que parece demasiado buena para ser verdad. Ojalá pudieran ustedes intervenir en mi discurso como hace Seligman en el de Joe, detectando incoherencias tan sutiles que solo podría haber apreciado si estuviera viendo con nosotros la película, y no limitándose a escuchar el relato; quiero decir, que ojalá ustedes intervengan en mí con insidia y un sobre-conocimiento de los movimientos de mi espíritu que me aterre por su precisión y me convenza de la necesidad de callarme para esucharles.)

Al comienzo de Las afinidades electivas, Eduardo y Carlota se preparan para recibir dos excitantes visitas. Casados desde hace varios años, deciden que sería una buena idea escuchar de boca del otro los azares de su propia vida y la materia de su personalidad para, en último término, inventariar el estado presente del proyecto matrimonial. Goethe parece imaginar una restricción impropia de la novela cuando idea este artificio ritual, y prefiere hacernos imaginar un episodio imposible (un diálogo de inagotable complejidad conceptual) antes que hacer uso de la flexibilidad del género. Además, nos sitúa en el pórtico de la historia con un cargamento de información asfixiante que empequeñece todo juicio que, como lectores mediocres, seremos capaces de formular sobre los personajes en las páginas que nos quedan, que son todas. Con la misma precocidad, en Nymph()maniac Seligman se lanza a degüello a la historia de Joe y se desvive por transformarla en su experiencia intelectual de la semana.

Una buddy movie a la europea.

Parece que a Seligman nadie va a aguarle la fiesta de sus desviaciones simbólicas. También Eduardo superpone a su propia vivencia del cuadrángulo amoroso de Las afinidades electivas paralelismos entre los vaivenes amorosos y el comportamiento de las partículas con un diletantismo científico tan exquisito e irritante como, podríamos decir, el de Goethe. Seligman, habrá advertido el espectador, solo dice simplezas, sobre todo por la forma decorativa en que se relacionan con la historia de Joe, aunque no, tal vez, en la medida en que son mediadoras del acceso a su intimidad y acaban por despertar, por su interacción con el relato, unos fundamentos morales que él en un principio niega (por ejemplo, su intolerable aversión por el deseo pedófilo).

Barroquismo y beatitud.
Desde luego, el vigor y la inteligencia de la película de von Trier no se mide en la lucidez de las observaciones de Seligman, sino en la lucha encarnizada entre dos proyectos narrativos y dos actores del diálogo que son, como lo es todo buen conversador, vanidosos hasta la generosidad. Él, desde el modelo goetheano de la santidad laica del intelectual; ella, con la vanidad barroca (quiero decir, católica) de quien prepara su humillación, ejerciendo sobre ella un control narcisista y ceremonioso: su sueño es ser condenada sin fisuras, rubricar la obra maestra de una total transformación espiritual. Y así despunta una historia épica y un hermoso canto a la culpa: cómo Joe se ensoberbece en su auto-laceración al enfrentarse a la inconsistencia del discurso que intenta exculparla.

Sé que mis lectores (atrabiliarios y post-políticos como los sueño) van a rechazar esta idea, pero me siento obligado a subrayar que Nymph()maniac es una película democrática; una película a la que la urgencia y limpidez sintáctica con las que dice y hace las cosas, no aleja de la ambigüedad; que no tiene en su centro ni su expresividad furiosa y arrolladora, ni tampoco la alegría pueril (y tan contagiosa) con la que cuela alta cultura en horas bajas y monerías de posproducción, sino que se articula en torno a la tensión y el gozo del diálogo, y a un intento retorcido y pesimista de responder a la única pregunta que hace parecer comunes las preocupaciones de la democracia y del amor: ¿cómo vivir juntos?
 
La piedra de toque del amor.

Me inunda el deseo de revisar con ustedes todas las relaciones personales que ha retratado el cine de Lars von Trier y que el huracanado poder narrativo de sus películas ha podido llegar a opacar. Aprecio, por el momento, que en la que, por derecho propio, pudiéramos llamar la “trilogía Gainsbourg”, el material de esos vínculos se postula desde su inicio como de una oscuridad intratable, como un principio de inexpresividad (al que parecen representar los temas musicales recurrentes de las tres películas) sobre el que se tiene que fundar un contenido que, como las ocurrencias analógicas de Seligman, siempre está amenazado de asignificancia. A ello ayuda, claro, la forma en que Charlotte ha inventado para cada uno de estos tres personajes una amenazante e infatigable monotonía interpretativa.

Vete de la película de Charlotte.
En Antichrist (2009) y Melancholia (2011) ese abismo es señalado. Las estructuras de ambas son paralelas: al intento tradicional de explicación psicológica (la intervención médico-chamánica de Willem Dafoe en Antichrist, el propio relato arquetípico sobre las tensiones familiares en Melancholia) que tiene por función primera transmutar toda aparición en símbolo, le sucede el alzamiento violento de una imagen (el cuervo, el gamo y el zorro; el planeta que va a colisionar con la tierra) que aparece en ese umbral donde la racionalidad humana entra en suspenso. Esta imagen libre y caótica cifra su fuerza significante en su poder regresivo o desvinculante, en su capacidad para entorpecer el pensamiento. De esa fuente, de allí donde no puede haber símbolos, sino solo imágenes que deforman las texturas, es de donde extrae Lars von Trier las relaciones entre sus personajes, sobre las que erige aparatos psicológicos inoperantes (tan contundentemente ridiculizados como en Melancholia), retablos de fantasmas que por un momento parecerían haber venido a decir algo (el bestiario medieval de Antichrist) o discusiones morales como la de Nymph()maniac, a la que un gesto final jocoso e irresponsable, propio de un narrador autoritorio, puede dejar en un punto muerto como aquel en que estaba al principio.



No sé, me rindo, y solo quisiera rogar a los jóvenes del futuro que no olviden la obra, tan mayor, de Lars von Trier, que es, como ven, algo anticuada en sus modos y obsoleta en sus temas. Al fin y al cabo, Nymph()maniac, una comedia cortés y desgarrada, un drama psicológico blindado y saltarín, nos dice únicamente que el sexo, la conversación, la moral y el corazón son algunos de los lugares en los que se confunden la civilización y la barbarie.

Las afueras del diálogo.